El rol de las fuerzas policiales dentro del Sistema de Seguridad Pública
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- Publicado el Lunes, 31 Mayo 2010 15:28
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El rol de las fuerzas policiales dentro del Sistema de Seguridad Pública
Lic. Gustavo Javier Gómez - UNQ
Agosto de 2007
Introducción
En democracia, el concepto gobierno de la seguridad pública describe el modo en que los actores políticos (dotados de las capacidades institucionales que el Estado pone a su disposición para la resolución de conflictos de carácter violento o delictivo) diseñan, implementan y controlan las estrategias de seguridad pública y los mecanismos administrativos y operativos para concretarlas.1
Esas estrategias son, finalmente, políticas que -para consumarse de manera exitosa- deben instrumentarse en torno de 3 componentes; a) un cuadro de situación de la violencia y el delito actualizado constantemente; b) un conjunto de acciones institucionales que incluyan un diagnóstico sobre el estado del sistema de seguridad pública, la puesta en marcha de procesos de reforma y modernización del mismo y; c) acciones de prevención de la violencia y el delito abordadas desde el sistema de prevención social y un sistema de prevención y control de la criminalidad común y compleja, tarea esta última que deben cumplir las fuerzas policiales y el sistema judicial correspondiente.2
En la Argentina, durante el proceso de democratización iniciado en 1983, las autoridades políticas debieron enfrentar una gran cantidad de problemas, muchos de ellos vinculados con el hecho de que una de las Instituciones más importantes del sistema de seguridad pública, la Policía, había cumplido tareas relacionadas con el control político de los ciudadanos, el monitoreo y persecución de los actores políticos hostiles al régimen militar y el mantenimiento del status quo –esto es, de la organización misma de la sociedad- que proponían el gobierno militar y sus partidarios civiles. Las autoridades policiales, en su mayoría, no sólo acataban la función que los líderes militares les adjudicaban sino que expresaban una ideología política en muchos casos afín al régimen.3
Por otro lado, al colaborar con los grupos de tareas, o directamente al actuar como ellos, ingresaron en una dinámica delictiva particular que tenía como componentes el secuestro, el asesinato, la tortura y el saqueo o la expropiación ilegal de los bienes de los ciudadanos perseguidos. Todo esto acompañado de un importante nivel de autonomía a la hora de ocuparse de los asuntos específicamente policiales.
La Policía del Proceso tenía entonces dos características, en apariencia contrapuestas pero -en la realidad- complementarias: era sumisa a las órdenes militares en cuanto a su rol político, y autónoma en su función primaria, la prevención y el control del delito. En el primer caso, actuaban con la eficiencia propia de quien cuenta con todos los poderes del Estado para lograr sus fines, abultando con sus acciones el conjunto de ilegalidades conocido como “terrorismo de Estado”; en el segundo, sin el apoyo técnico de los militares (incapacitados y torpes para los asuntos policiales4) se sentían libres de manejar el tema, persiguiendo ciertos delitos y aprovechando las zonas grises para beneficiarse con la regulación de otros.
A partir de 1983, de manera paulatina, algunas de estas prácticas policiales fueron revertidas con la progresiva afirmación del estado de derecho. Con el tiempo, se neutralizó en gran medida esa exagerada tendencia a la autonomía policial en relación con el poder político y se desmilitarizaron las fuerzas policiales.5 Sin embargo, la tendencia a las actividades ilegales se había enquistado de tal manera en la corporación policial que, de soslayo o de manera directa, seguían ejerciendo un poder ilegal y arbitrario que vulneraba la libertad ciudadana generando inseguridad y violaciones constantes de los derechos humanos.
Así, fueron sucediéndose hechos que, por su relevancia pública (el asesinato de José Luis Cabezas, los secuestros extorsivos liderados por policías, los fusilamientos de jóvenes en Budge, Wilde o San Francisco Solano, por citar sólo algunos ejemplos), hicieron que la clase política comenzara a entender la profundidad de su desentendimiento respecto de las cuestiones relacionadas con el gobierno de la seguridad pública.
Este trabajo pretende identificar algunas regularidades en el accionar ilegal de la policía con la intención de hacer un aporte, mínimo, al necesario diagnóstico institucional que se requiere para reformar el sistema de seguridad pública, en el cual –obviamente- la policía cumple un rol vital.
En la primera parte describiremos las dos posturas que en la actualidad dominan el pensamiento de gran parte de los actores sociales y políticos acerca del papel que las fuerzas policiales deben cumplir dentro del complejo institucional que constituye el sistema de seguridad pública. La intención es demostrar aquí que, tanto la corporación policial, como una parte importante de la opinión pública lega en el tema de la seguridad (aunque fogoneada por los teóricos políticos identificados con la derecha política local) han tomado decidido partido por la primera de las visiones aquí descriptas.
En la segunda parte, se describirán algunas características del accionar de las fuerzas policiales argentinas, partiendo de los años ’70, y se intentará demostrar que gran parte de las metodologías utilizadas durante esa época, sobreviven aun en las comisarías argentinas y en la ideología de la corporación policial.
Por último, se indaga en algunas ideas para mejorar la profesionalidad policial en el marco de los desafíos que en la actualidad afronta la democracia argentina, entre ellos, la incorporación del respeto a los derechos humanos como un elemento insoslayable dentro de la formación de los futuros agentes policiales.
1) Dos visiones acerca de la función de la policía
En nuestro país, como en el resto de América Latina, existen dos tipos de conceptualizaciones respecto de la seguridad pública y el rol que la policía debe cumplir dentro de ella.
Por tratarse de sociedades con altas tasas de conflictividad y violencia, muchos actores políticos y sociales consideran que la resolución de este tipo de problemas, en particular los que suponen la prevención y la conjuración de las actividades delictivas, deben recaer exclusivamente en las fuerzas policiales. Esto genera una identificación entre la seguridad pública y la policía, razonamiento por el cuál está última termina convirtiéndose en la responsable exclusiva del éxito o el fracaso de las políticas de seguridad.
Durante mucho tiempo, los partidarios de esta visión policialista consideraron que eran los sucesivos gobiernos democráticos los que, al dotar de menores recursos materiales y legales a la policía, alimentaban con su negligencia los “problemas de inseguridad”. Afirmaban que -en virtud de los reclamos de los organismos de derechos humanos y las organizaciones sociales- se le estaba quitando a la policía las facultades discrecionales que, junto a una lógica mejora técnica y humana, eran indispensables para ganar la “guerra contra el delito”. De este modo, los partidarios de esta visión policialista, terminaban por afirmar que era en realidad la democracia la culpable de que la policía no pudiera combatir con éxito a la delincuencia. Era la democracia la que, al controlar excesivamente a la policía, alimentaba la reproducción de los delincuentes. De algún modo, con estas ideas, parecían reivindicar a aquella policía autónoma y violenta del Proceso al exigir “mano dura”, o al señalar que “cuanto estaban los milicos estas cosas (las acciones criminales) no pasaban”.
Pero ¿en qué consistía, concretamente, este pedido de “mano dura”? para ilustrarlo podríamos tomar como referencia (de hecho los partidarios de la visión policialista así lo piensan también) las políticas llevadas adelante por el ex alcalde de la ciudad de Nueva York, Rudolfh Giuliani, y su política de “tolerancia cero”. Esto es, a los consabidos cambios en materia penal (incremento de penas, criminalización de ciertas conductas menores -aunque no por ello menos “antisociales” como el vagabundeo o la riña- y la anulación o relativización de normas y garantías procesales) había que sumarle mayores libertades a la actuación policial, de modo tal que el uso de la fuerza, incluso extralegal, pudiera ser aceptado si con ello se lograba combatir de manera efectiva a la inseguridad. Esta visión ha sido, en general, adoptada y desarrollada por los ideólogos de la derecha política en consonancia con lo que ha venido ocurriendo en las grandes capitales del mundo gracias al mensaje de los “think tanks estadounidenses y sus aliados en el campo burocrático y mediático”.6
La carrera política del ex policía Luis Patti como intendente de Escobar es un ejemplo de cómo gran parte de la sociedad acepta confiarle la conducción política de su espacio a personas seriamente sospechadas de haber vulnerado repetidas veces los derechos humanos, tanto en la dictadura como durante la democracia, a cambio de lo que ellos imaginan como un estado de mayor seguridad. Patti es reconocido no sólo por las acusaciones que se le hacen desde los organismos de derechos humanos sino también por su decidida militancia a favor de una policía “brava”; así lo demuestran sus diatribas públicas donde afirma que “la policía a veces debe actuar fuera de la ley” o ratifica su irrespeto por las instituciones republicanas al comentar que no quiere policías “que no hagan nada porque están esperando la orden de un juez”.7
Cuando se afirma que es la sociedad la que en gran medida apoya esta visión policialista de la seguridad, lo que se dice en realidad es que existe toda una serie de “lugares comunes” de los cuáles la ciudadanía se apropia para cargar las tintas de la inseguridad en el crecimiento indiscriminado de la pobreza y situando territorialmente a la violencia y al delito en las zonas marginales. Esta propensión a criminalizar la pobreza es en general asumida por las franjas medias de la sociedad y si bien la mirada parece estar bien orientada, fracasan a la hora de realizar el diagnóstico correcto y confunden “victimización” con “criminalización”. En efecto, la violencia y el delito están situados territorialmente en las zonas marginales pero son los mismos pobres quienes realmente sufren el flagelo. Lo que ocurre es que estos sectores han tenido históricamente una relación distante con las fuerzas policiales por varios motivos. No tienen fácil acceso a foros públicos donde instalar sus demandas y optan por el silencio (siendo los testigos privilegiados de las modalidades que la policía utiliza por ejemplo para regular cierto tipo de delitos como el juego, la prostitución o en los últimos años el tráfico de droga en pequeña escala); en general forman parte de un colectivo social con rasgos fisonómicos que en la tradición decimonónica de la policía también ha sido criminalizado8 y esa criminalización atraviesa las capas medias de la sociedad confundiéndose una vez más con cuestiones políticas. Así, el típico “cabecita negra” que llega de las provincias pobres del norte del país atraído por la oferta de trabajo que crece en las urbes al compás del crecimiento económico y las mejoras sociales del peronismo, se convertirá con los años en el “negro cabeza” de la actualidad, peligroso no ya por venir de las zonas peligrosas de la ciudad sino también por su condición misma de “negro”.
Esta tendencia de las franjas medias (en definitiva las que marcan el calor de las agendas públicas) pudo constatarse por ejemplo con la aparición pública del empresario Juan Carlos Blumberg, quien a partir de la muerte de su hijo (secuestrado y asesinado en un confuso episodio del cuál tampoco la policía salió libre de sospechas) se convirtió en el rostro visible de las demandas por mayor seguridad, que traducidas daban como resultado aumento de penas para ciertos delitos, reducción de la edad de imputabilidad y mayores recursos para la policía, pero de ninguna manera una revisión de las prácticas policiales.9 De hecho, quienes se manifiestan partidarios de la política de “tolerancia cero” encarada por Rudolph Giuliani olvidan mencionar siempre que la verdadera “tolerancia cero” se dio primero frente a la altísima corrupción policial de ese cuerpo y tan sólo luego se trasladó a otro tipo de comportamientos civiles transformándose en la teoría de las “ventanas rotas” la cual afirma que si permitimos violaciones leves de la ley, por ejemplo romper el vidrio de una ventana o ensuciar las calles, pronto esa laxitud en la regulación de las conductas conducirá a transgresiones cada vez mayores.10
En la versión criolla de esta teoría, la reforma policial no es prioritaria, no hay una preocupación mayúscula por la corrupción policial. Se ha invertido la ecuación y lo primero a atender son las conductas que la moralidad pública –que coincide con la ideología policial- criminaliza. Así, la preocupación se centra en los “negros” que desde las villas acechan al barrio y no en los policías que “liberan”, cuál metodología del Proceso, la zona para después obtener una cuota del botín.
Existe una segunda visión, contrapuesta a la policialista, que adjudica la alta conflictividad social y el del delito al crecimiento de la pobreza, la marginalidad y la ruptura de los lazos sociales. Así, no es la policía la encargada de resolver la violencia social, sino que es el sistema de seguridad social el que debe revertir los problemas que surgen de los altos índices de desigualdad e injusticia social. La policía, dicen, no sólo no puede resolver estos problemas, sino que ella misma es una fuente de delito merced a sus altos índices de corrupción. A esta concepción se la conoce como sociologista antipolicialista. Para esta posición, una buena política de seguridad encuentra su fundamento en el control de las acciones policiales y en la participación comunitaria en los asuntos relacionados con la seguridad pública.
Esta visión, a diferencia de la primera, ha reflejado en general la visión de la izquierda política en su versión más extrema (“cuanto menos policía, mejor”) y por los sectores progresistas en su versión moderada.
En definitiva, ninguna de estas dos visiones, ha prestado atención al hecho de que la problemática del delito supone cuestiones relacionadas con sus referencias territoriales, su desarrollo y evolución, los factores que lo determinan y condicionan, y su impacto sobre el imaginario social. Saín lo explica claramente cuando afirma que “ninguno de sus exponentes distingue la enorme diversidad de facetas que la problemática delictiva posee y no reconocen los distintos factores sociales, económicos, culturales e institucionales que la determinan en ciertos contextos históricos ni los efectos que dichas problemáticas generan en la vida institucional, cultural, social y económica de nuestros países.”11
Ninguna de las dos concepciones incursiona tampoco en la cuestión institucional. En la visión policialista porque niegan que exista algún problema allí salvo el que se deriva de la falta de recursos y libertades para la acción; y en la visión antipolicialista sociologista porque directamente desconocen el funcionamiento interno de las agencias policiales, así como las cuestiones doctrinales y operativas.
Quizás un ejemplo de caso mixto sea lo ocurrido en San Pablo, Brasil, en 1997, cuando un escándalo desatado por una investigación periodística avivó los fuegos de una reforma policial que se venía discutiendo desde los inicios mismos del proceso de democratización en 1983.
Al parecer, un grupo de policías militares se dedicaba a golpear y robar a los caminantes e incluso llegaron a disparar sobre una persona en la zona de Ciudad de Diadema, un barrio marginal de San Pablo. La filmación de este accionar se repitió en los mayores canales de televisión de Brasil y el horror y la desconfianza hacia la policía creció de manera exponencial.
Probablemente a consecuencia de esto, el gobierno de Brasil promocionó la creación de una institución independiente, cuya misión fue seguir las denuncias contra el accionar policial (una suerte de oficina de asuntos internos pero sin capacidad policial), se la llamó Policía Ombudsman, y su funcionamiento fue copiado en Minas Gerais, Río de Janeiro, Pará y Río Grande do Sul. La institución se convirtió en un centro de recepción de denuncias de la población e incluso de agentes policiales desencantados con la corrupción de sus colegas.12
Ese mismo año, el gobierno convocó a una comisión integrada por representantes de las policías civil y militar, trabajadores sociales y miembros prominentes de la sociedad de San Pablo. Allí se diseñaron las bases para un trabajo policial con orientaciones comunitarias. Paralelamente, la cadena de televisión O Globo y el Centro de Estudios sobre la Violencia de la Universidad de São Paulo organizaron un congreso internacional sobre violencia urbana en Brasil. De entre las recomendaciones surgidas en esa iniciativa, destacaba la idea de crear una especie de fundación dedicada a cuestiones policiales con la intención de sumar a las organizaciones empresariales al esfuerzo por reformar las fuerzas de policía y mejorar el servicio de seguridad pública.
Nótese que, el de Brasil, es un abordaje integral del problema. Lógico, teniendo en cuenta los problemas relacionados con la pobreza, y fundamentalmente la discriminación, en ese país. A eso, debemos sumarle los problemas relacionados con la corrupción policial y la desconfianza que la fuerza genera en los ciudadanos.
2) Caracterizaciones generales sobre la policía argentina
Durante la época del Proceso de Reorganización Nacional, las policías metropolitanas y provinciales cumplieron funciones de apoyo a los grupos de tareas militares.
Las fuerzas policiales asumieron la función de protección del Estado, que incluía el control de los ciudadanos (especialmente ciudadanos caracterizados como “peligrosos”, “subversivos” u originalmente “revolucionarios”). Estas funciones -cuyo origen se encuentra ya en lo que se conoció como “Plan Conintes” (Conmoción Interna del Estado) durante el gobierno democrático de Arturo Frondizi y cuya primera víctima fue el militante de la Juventud Peronista, Felipe Vallese13- incluían la preservación del orden y del status quo merced a la doctrina de seguridad nacional instaurada en toda América latina por influencia de EEUU que pretendía evitar brotes de izquierda en la región, y contemplaban a los ciudadanos como potenciales enemigos.
Estas tendencias, que en América latina se explicaban por las condiciones políticas estructurales14 (Estados oligárquicos débiles a pesar de la eventual centralización y el autoritarismo; con baja capacidad recaudatoria en términos fiscales; con baja implementación de la ley y altos niveles de corrupción; con minorías marginadas políticamente, en especial poblaciones indígenas; con una marcada dependencia económica y política de los EEUU) encontraban su parangón en fenómenos represivos también característicos que incluían cuerpos paramilitares para combatir la insurgencia regional, militarización de las policías y su consecuente subordinación a los ejércitos nacionales, y sumado a esto una lógica de la “guerra contra los rebeldes” que incluía el secuestro, la tortura y la desaparición de personas.
Con la democracia, si bien se limitó este accionar, por distintos motivos se registraron fenómenos que sólo se explicaban mediante el argumento de un recurrente desgobierno político sobre los asuntos de la seguridad pública.15 Las autoridades gubernamentales cedieron a las fuerzas policiales el uso exclusivo de las herramientas del sistema de seguridad pública. Era las mismas autoridades policiales las que diseñaban las “políticas de seguridad” sin la intervención de especialistas civiles, configurando lo que Saín (2002) llama policialización de la seguridad pública.
Este fenómeno, permitía a la policía sostener sus propios criterios doctrinales, al tiempo que actuaban con independencia de las autoridades políticas y resistiendo los intentos gubernamentales por limitar esa libertad de acción. En este estado de cosas, las cuestiones relacionadas con la violencia y el delito quedaron en manos de las fuerzas policiales y en consonancia con las concepciones políticas que guiaron a la institución policial en las últimas décadas.
Estas concepciones políticas y doctrinales de la policía tenían que ver con la visión policialista de la seguridad pública; con la idea belicista de que la prevención y erradicación de la violencia es –paradójicamente- una guerra, donde el enemigo es un delincuente al que hay que exterminar.
Las estructuras de funcionamiento de la policía argentina, no diferían demasiado (aun no difieren, en realidad) del tipo de organización centralista y con una rígida impronta castrense que ha imperado tradicionalmente en las fuerzas policiales del resto de América latina. Un único mando policial, donde lo que impera es la organización jerárquica, pero sin distinciones por especialidad; la ausencia de sistemas de control policial interno eficientes y la reproducción de prácticas operacionales auto-conservativas16 destinadas a mantener las condiciones de autogobierno policial y la autonomía respecto del poder político.
La actuación policial se caracterizó también por formas de control social extra-institucionales destinados al disciplinamiento social e incluso ideológico basados en conceptos de moralidad pública ajenos a la jurisdicción policial. Así, la policía se convirtió en la salvaguarda institucional de una visión del “orden social” que iba mas allá del sistema penal y contravencional vigente, generando una suerte de sistema punitorio paralelo para conductas que la propia policía consideraba plausibles de sanción y que resultaban en normas adoptadas por decisión de la misma cúpula, como los edictos policiales.
La policía argentina también presenta características territorialistas y reactivas, de allí que en lugar de estructurar su funcionamiento sobre la recolección de datos y el tratamiento analítico de esa información, se prefirió la metodología de la saturación territorial cada vez que un hecho delictivo o violento importante conmovía a la opinión pública. Esto repercutió en acciones policiales fundadas en el uso masivo de la fuerza y en actividades de neto corte represivo en muchos casos.
Las acciones extralegales de la policía también la posicionó en las cercanías de muchos delitos que, sumados al conocimiento del terreno merced a esa impronta territorialista, volvieron a la policía una fuerza con la capacidad para operar de manera soterrada encubriendo, regulando o directamente liderando todo tipo de emprendimiento delictivo. Todo esto a partir de la necesidad de establecer un régimen de autofinanciamiento policial basado en la regulación de las conductas delictivas de cada jurisdicción y de la que no era ajeno el poder político.17
Ya en los años ’90, no sólo se incrementó la delincuencia común, sino que también creció la criminalidad compleja. En la medida en que los grupos políticos ilegales dejaron de operar, fue creciente el crimen organizado. La policía, que había desarrollado capacidades para combatir con la violencia la violencia de esos mismos grupos políticos, se veía ahora desbordada por organizaciones que operaban como verdaderas empresas delictivas con roles de trabajo, planeamiento y capacidad logística y una lógica de la ganancia que envidiaría cualquier pequeña o mediana industria del país.
Si sumamos a esto la capacidad operativa que la rentabilidad del tráfico de droga conlleva entenderemos más claramente el colapso que los sistemas de seguridad argentinos experimentaron en los ’90, y la consecuente demanda social de mayor protección y seguridad.
Por primera vez, la sociedad empezaba a entender que el poder político, especialmente el gubernamental, no era capaz de –paradójicamente- gobernar la seguridad pública. Primero, porque habían cedido ese control a las fuerzas policiales y después, porque no contaban con técnicos idóneos en la materia.
Estando así las cosas, se volvió evidente que el Estado debía recuperar, si alguna vez lo tuvo, el control de los mecanismos institucionales (entre ellos la policía) que son necesarios para gestionar la seguridad pública. La otra evidencia que surgió fue que esas fuerzas policiales debían modernizarse.
3) Hacia un nuevo profesionalismo policial.
Cuando en los años ’80 comenzó en América latina el proceso de democratización, las agendas de reforma policial se desarrollaron sobre varios ejes: Respeto por los Derechos Humanos, control externo de las fuerzas policiales (Ombudsman), policías comunitarias, transparencia en el accionar.18 La modernización vendría dada por una mejora en la formación, inversiones en equipamientos y tecnología, tratamiento de las informaciones criminales (mediante técnicas de georeferenciamento), introducción de conceptos de la empresa privada (calidad, eficiencia contra el crimen, etc.). La articulación de esos dos procesos tenía como objetivo primordial superar la resistencia de las corporaciones policiales a los lineamientos democráticos.
De todos modos, las cuestiones sobre seguridad siguieron siendo preocupaciones de la derecha política, mientras que el respeto a los Derechos Humanos pareció ser un tema de los sectores progresistas, para quienes la inseguridad era tan sólo la consecuencia más incómoda de la organización injusta de la sociedad, y parecían esperar que mágicamente la inseguridad se resolviera con la llegada de la democracia.
La visión conservadora, por su parte, apuntaba a la sospecha de que un exagerado respeto por los Derechos Humanos perjudicaba la lucha contra el crimen. Así la policía tendió a convertirse en una institución que en su tarea original de preservar la ley y el orden, se volvía reactiva. La tradición de control social y autoritarismo veía a los organismos de derechos humanos como una injerencia, y cuando el reclamo provenía de organismos internacionales, los voceros policiales y sus ideólogos afirmaban que se trataba de preocupaciones externas de las cuáles podían jactarse los países ricos que no tenían en sus agendas la resolución de problemáticas de violencia como las de América latina.
Esta visión, de los Derechos Humanos como un obstáculo a la lucha contra el crimen, terminaba convirtiendo a las visiones garantistas en las responsables de la inseguridad debido a su exagerada preocupación por los delincuentes. Como consecuencia de esto, muchas veces los Derechos Humanos, se instalaron en la formación policial pero como asignaturas especiales, separadas, independientes de los contenidos operativos. Lo contradictorio es que los Derechos Humanos son contemplados en las leyes nacionales, y cuando la policía apela a prácticas como la tortura argumentando que son necesarios para la resolución de un problema grave, en realidad no sólo violenta prerrogativas internacionales sino que también lo hace con la legislación nacional.
El nuevo horizonte de profesionalización policial debería en realidad tender a que el respeto por los Derechos Humanos sea un objetivo del trabajo policial y no un límite; la policía debería ser un agente promotor de los valores democráticos (igualdad en el tratamiento de los ciudadanos ante la ley, lucha contra la discriminación, etc.) y abandonar su tendencia en convertirse en brazo represivo de algunos grupos sociales, incrementando su distanciamiento del resto de la sociedad y fundamentalmente de los sectores desfavorecidos, donde son escasamente valoradas y se encuentran claramente deslegitimadas.19
Otros temas a resolver son los bajos salarios, que tienen como consecuencia la búsqueda de ingresos extras en la seguridad privada y, eventualmente, una privatización de hecho de la seguridad pública; la formación deficiente, generalista y de breve duración de los agentes policiales, en la que ni siquiera existen criterios lógicos referidos al uso excesivo de la fuerza; y, por último, la falta de articulación con los grupos sociales a fin de conseguir estándares de seguridad con criterios de seguridad comunitaria propios de policías que contemplen las características territoriales y socio económicas de cada jurisdicción, por ejemplo, para la seguridad preventiva.
En la actualidad, se han desterrado las características militares de la policía, aunque su despolitización sigue siendo un tema a resolver, fundamentalmente por los vínculos poco claros entre policía y cierta parte del poder político.
Queda pendiente que la problemática delictiva se vuelva prioritaria para la institución policial y, como consecuencia de ello, lograr la separación orgánica y funcional entre seguridad preventiva y seguridad compleja; de acuerdo a los tipos fenomenológicos que el delito presenta en la actualidad.
Por último, es necesario un proceso que rompa con la centralización tradicional de las organizaciones policiales, más allá de las resistencias que esto siempre ha generado.
Desde el punto de vista político, se deben construir liderazgos civiles capaces de gestionar con eficiencia los sistemas de seguridad pública. Esas autoridades gubernamentales deberán ser el mando civil de la policía.
Un plan tentativo de reformas, o de medidas básicas tendientes a una reforma, debería contemplar:
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La fijación de sueldos relativamente altos para combatir la corrupción (o al menos evitar justificaciones para la misma) y la creación de un nuevo y único escalafón policial.
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La contratación y formación de nuevos cuadros para puestos civiles (administrativos) y policiales (operativos).
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La enseñanza de la ética de los Derechos Humanos como requisito indispensable para la capacitación de los oficiales de policía.
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Un proceso de revisión y racionalización de las metodologías de reclutamiento (que incluyan evaluaciones psicológicas con el fin de identificar potenciales elementos peligrosos).
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La creación de una fuerza federal de control totalmente independiente de la corporación policial (Departamento de Asuntos Internos, Policía Ombusdman, Programa Anticorrupción, etc.) con capacidad de gestionar las denuncias cuando los testigos de ilícitos policiales son renuentes o se sienten intimidados, y con jurisdicción en todo el país.
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Adopción de métodos de autorregulación comunitaria de la seguridad preventiva, con delegaciones policiales que estén permanentemente en contacto con los vecinos y sus problemáticas cotidianas.
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La actualización de la información disponible sobre las actividades delictuales y el desarrollo de metodologías de análisis para comprender los fenómenos vinculados a la conflictividad y a la violencia, para uso de la fuerza policial.
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Programas sociales de prevención de la violencia y el delito, que incluyan iniciativas sobre violencia en los hogares, para evitar que las disputas familiares decanten en la comisión de delitos graves; actividades de esparcimiento y orientación para jóvenes de los barrios pobres; programas de mejoras del hábitat y el mejoramiento general de las condiciones de vida.
Conclusión
Mucho se ha dicho del desgobierno político de la seguridad pública, pero quizás no se advierta el problema que representa tal desatención (en particular, por sus efectos inmediatos, la creciente autonomía policial y la policialización de la seguridad pública).
Como explica Weber, existen tres mecanismos claves para que funcione la autoridad política: dominio, obediencia y legitimidad. La dominación se construye socialmente y para lograr la “adhesión” o la “sumisión” frente al poder no siempre hace falta recurrir a la violencia explícita, sino que muchas veces alcanza sólo con la amenaza del uso de la fuerza. Quien obedece, a la vez legitima el poder al cual responde.
Al retirarse el Estado de su función de gobernante de la seguridad pública de hecho le ha cedido a la Policía su herramienta más importante que es el uso legítimo de la fuerza. Así, no sólo puso en peligro su capacidad de cohesión y la seguridad de sus ciudadanos, sino que al mismo tiempo generó en la policía las condiciones para la conformación de un “Estado de hecho”.
Es claro que, al interior de las fuerzas policiales, se ejerce un tipo de dominación carismática que descansa en la creencia de que la corporación policial tiene sus propias reglas, que los “jefes” son los encargados de administrarlas y que esas reglas internas van más allá del Sistema de Justicia. Esos líderes son individuos que no resultan especialmente inteligentes, buenos o respetables, pero logran provocar respeto, lealtad y hasta admiración. Las técnicas mediante las cuales se puede fabricar el carisma dependen de circunstancias históricas, pero es obvio que existe una correlación entre el carisma, por ejemplo, de los comisarios que organizan la recolección de prebendas en su jurisdicción y la debilidad de las estructuras sociales que se lo permiten; entre ellas la estructura de mando que engloba a sus subalternos, incapaces de cuestionar una orden o siquiera considerarla inmoral, situación que comienza en las academias policiales y se cristaliza en la cotidianeidad de las comisarías y destacamentos.20
Existen obviamente muchos otros factores que explican la situación: el miedo a las represalias; la extensión territorial de la corporación policial y su omnipresencia; las ventajas económicas que se derivan del particular funcionamiento de las fuerzas policiales (del cual no es ajeno el poder político); y por sobre todas las cosas, la complicidad y el apoyo tácito de gran parte de la sociedad a la ideología policialista y represiva sobre el manejo de las cuestiones de la seguridad pública.
Es menester que la efectividad del gobierno civil de la seguridad pública se garantice mediante la instauración de una conducción orgánica superior del sistema policial, encargadade la reestructuración institucional, administrativa, operativa y logística de las instituciones policiales, así como de la formulación de una nueva concepción doctrinaria.
Este cuadro debería completarse con una instancia de formación y capacitación diametralmente distinta de las estructuras formativas tradicionales de la fuerza policial; que de lugar a nuevos policías, para los cuáles la impronta democrática y el respeto por la Constitución Nacional sean considerados bienes supremos, a punto tal de por ellos, animarse a dar la vida.
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1 Kaminsky (2005) afirma que “El gobierno de la seguridad pública no es actividad exclusivamente estatal, sino una extensa red de estrategias y tecnologías políticas que se imbrican para promover y garantizar un cierto orden”. KAMINSKY, Gregorio, “Territorios inseguros, estigmas ciudadanos”, en KAMINSKY, Gregorio (dir.), Tiempos inclementes. Culturas policiales y seguridad ciudadana, Ediciones de la UNL, Lanús, 2005.
2 Saín, Marcelo Fabián, “Apuntes sobre el gobierno de la seguridad pública”, ponencia presentada en el I Congreso Universitario sobre Seguridad y Estado de Derecho, organizado por la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires (UBA) y llevado a cabo en Buenos Aires, Argentina, los días 31 de agosto, 1 y 2 de septiembre de 2006.
3Andersen, Martín Edwin, “La Policía. Pasado, presente y propuestas para el futuro”, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 2002 (Capítulo 9)
4 “La finalidad de la represión no es la de producir bajas, ni aniquilar, sino la de dispersar, dominar la situación, imponer o restablecer el orden público, la tranquilidad social; por ello, la policía emplea balas de goma, gases lacrimógenos, bastones de goma o madera, chorros de agua, etc., reservando las armas de fuego (generalmente livianas y portátiles) sólo para responder en defensa propia cuando sus efectivos son agredidos con ese tipo de armas. El Ejército, en cambio, está dotado con artillería, misiles, tanques, etc., es decir, todas armas pesadas mortíferas, capaces de causar grandes daños y muerte. Nuevamente, el Ejército combate, no reprime”. Martínez Codó, E., “Reseña Histórica de la Inteligencia Militar del Ejército Argentino”, Editorial Puma, Buenos Aires, 1999 (p.289)
5En el caso de las fuerzas de seguridad federales, también se separó a la Gendarmería Nacional del Ejercito y a la Prefectura Naval del control de la Marina.
6 Wacquant, Loïc, “Las cárceles de la miseria”, Ediciones Manantial, Buenos Aires, 2000. Cap. 1 (pág. 63).
8Hace casi un siglo y medio, el psiquiatra piamontés Cessare Lombroso se hizo célebre postulando que existen señales anatómicas que delatan a los delincuentes. En la actualidad, el enfoque lombrosiano ha sido descartado, pero durante años fue parte importante de los manuales policiales de fines del siglo XIX y principios del XX.
9 CIAFARDINI, Mariano, Delito urbano en la Argentina. Las verdaderas causas y las acciones posibles, Ariel, Buenos Aires, 2006 (pág. 24)
10 John Linder y Jack Maple eran dos ex policías de la Policía de Nueva York que fueron contratados como consultores por las autoridades políticas de Nueva Orleáns con la intención de colaborar en la reducción de los escandalosos índices de violencia y delincuencia de la ciudad. Antes de que ambos pudieran empezar a trabajar en COMSTAT, una suerte de mapa del delito diseñado en Nueva York para hacer un diagnóstico de la situación general de la ciudad, el alcalde Marc Morial (a la sazón un émulo de Giuliani) nombró Jefe de Policía a Richard Pennington, ex jefe adjunto de la policía de Washington. Era, según él, la única manera de reformar la policía: trabajar con alguien de afuera que no tuviera relación con la red de corrupción enquistada en la policía local. Pitts David, “La ciudad que vuelve por sus fueros”, Temas de la Democracia; Publicación Electrónica de USIS, Vol. 2, No. 4, noviembre de 1997
12 De Mesquita Neto, Paulo (2003), Asociaciones Públicas–Privadas para la Reforma Policial en Brasil: Instituto de São Paulo Contra la Violencia, Universidad de San Pablo, Brasil. Este artículo es parte del Proyecto “Public Security and Police Reform in the Americas” dirigido por John Bailey (Georgetown University) y Lucía Dammert (University of Chile).
13 Levenson, G. Y Jauretche, E., “Héroes. Historia de la Argentina revolucionaria”, Ediciones del Pensamiento Nacional, Buenos Aires, 1998.
14 O’Donnell, Guillermo (1993), “Acerca del Estado, la democratización y algunos problemas conceptuales”, Desarrollo Económico, vol.35, nro 40.
15 SAIN, Marcelo Fabián, “Seguridad, democracia y reforma del sistema policial en la Argentina”, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2002.
18 Escobar, E., Muniz, j., Sanseviero, R., Saín, M., Zacchi, J., “La Seguridad Ciudadana como política de Estado”, en “Seguridad Ciudadana: concepciones y políticas”, Fundación Friedrich Ebert Stiftung y Editorial Nueva Sociedad.
19 DIRECCIÓN NACIONAL DE POLÍTICA CRIMINAL, Estudios de victimización. Gran Buenos Aires. 2003, Ministerio de Justicia y Derechos Humanos, Buenos Aires, Sistema Nacional de Información Criminal, 2004.
20 Mucho se ha discutido acerca de las implicancias éticas y morales de la cuestión de la dominación carismática en Weber. Se dice que sus ideas fueron utilizadas para justificar la ascensión de Hitler al poder en 1933. En cualquier caso, su conceptualización del “carisma” no se aplica al totalitarismo sino a la situación de Estado de derecho, donde los liderazgos son entronizados mediante algún mecanismo plebiscitario. O tal vez, a los modernos capitalistas y lobbistas, a los “capitanes de la industria”, que encarnarían en nuestro tiempo los liderazgos más cercanos a los que describe idealmente Weber.