3. La ciudad de Buenos Aires.Política y gobierno en su último medio siglo

por Miguel De Luca, Mark Jones y María Inés Tula

Presentado en el Seminario de Investigación Urbana "El nuevo milenio y lo urbano", organizado por el Instituto Gino Germani de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA), el Instituto de Geografía de la Facultad de Filosofía y Letras (UBA), CEUR-CEA (UBA), la Universidad Nacional de Quilmes y el Instituto del Conurbano de la Universidad Nacional de General Sarmiento, noviembre de 1998.

 


Este trabajo forma parte de un proyecto más amplio, Mayors and their cities. Democratization and changing municipal executive power in Latin American capitals que, coordinado por David Myers y Henry Dietz, incluye estudios sobre las ciudades de México D.F., Guatemala, La Habana, Bogotá, Caracas, Lima, Santiago de Chile, Brasilia, Río de Janeiro y San Pablo. Críticas, sugerencias y observaciones son bienvenidas. Dirigirlas a Miranda 4436, Piso 1º, Departamento "A", Código Postal 1407, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, República Argentina. Teléfono: (01) 567-4460. E-mail: Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.

Este trabajo presenta los resultados de una investigación sobre la evolución del gobierno y de las prácticas políticas en la Ciudad de Buenos Aires, especialmente en los últimos cincuenta años. En él se analizan las transformaciones en la organización y el poder de las instituciones de esta urbe en un contexto político signado por dos procesos de democratización y un repliegue burocrático-autoritario.

La comunicación se concentra en una serie de cuestiones consideradas clave para comprender este desarrollo: el régimen político vigente, el status jurídico-político de Buenos Aires de acuerdo a las disposiciones constitucionales y legales, la autonomía formal y real de los poderes locales frente a las potestades de la administración nacional, las relaciones político-partidarias entre el presidente de la república y el ejecutivo porteño, el diseño institucional del gobierno de la ciudad, el grado de participación ciudadana en la elección de los funcionarios ejecutivos y de los legisladores del distrito, la forma y el tipo de funcionamiento de la legislatura municipal, los lazos entre los distintos grupos sociales y la dirigencia política y las preferencias políticas de los votantes de la capital en contraste con la distribución de las mismas a nivel nacional.

A los fines expositivos, el trabajo se divide en diversas secciones. Tras una breve sección en la que se revisa someramente la historia de la metrópoli desde su fundación hasta su conversión en distrito federal de la república (1536-1880), la comunicación se divide en cuatro partes. La primera describe la etapa comprendida entre la consolidación del Estado-nación y los orígenes del peronismo (1880-1945), la segunda se extiende aproximadamente desde el ascenso de Perón al poder hasta el fin de la última dictadura militar (1946-1982), la tercera abarca desde los tiempos de la transición democrática hasta la actualidad (1983-1998) y, por último, en la cuarta se esbozan algunas conclusiones generales.

Introducción

La ciudad-puerto de Buenos Aires, capital federal de la Argentina, está situada sobre las costas de la región pampeana en el estuario del Río de la Plata; desde 1887 su extensión territorial es de doscientos kilómetros cuadrados. El Riachuelo, al sur, y la avenida de circunvalación General Paz, al oeste y al norte, la separan de la provincia de Buenos Aires, el más importante de los veintitrés estados que integran la república.

Según el último Censo Nacional de Población y Vivienda de 1991, en esta urbe residen unos tres millones de individuos, el nueve por ciento de la población total del país. Las estadísticas también indican que sus habitantes poseen un nivel de ingresos superior al promedio nacional, que han alcanzado un nivel educativo notoriamente más alto que el resto de sus compatriotas y que se dedican -por lo general- a actividades administrativas, comerciales y de servicios. En Buenos Aires, además, tienen su sede la principal universidad, las más prestigiosas instituciones científicas, sanitarias y académicas, las grandes empresas industriales, comerciales y de servicios y los mayores centros culturales, deportivos y de esparcimiento de la Argentina.

Asimismo, la urbe integra con un lindante cordón de una veintena de municipios bonaerenses llamado "Gran Buenos Aires" -cuya extensión es de tres mil ochocientos kilómetros cuadrados y sus moradores llegan hasta casi los ocho millones- una aglomeración conocida como Área (o Zona) Metropolitana de Buenos Aires (AMBA) (Pírez, 1994). La ciudad porteña es, por lo tanto, el centro de una concentración poblacional, político-administrativa, industrial, comercial y cultural ubicada entre las diez primeras del mundo.

En términos generales, este artículo se propone estudiar la evolución del gobierno y de las prácticas políticas en esta capital, especialmente en los últimos cincuenta años. Las páginas que siguen analizan las transformaciones en la organización y el poder de las instituciones de esta ciudad en un contexto político signado por dos procesos de democratización y un repliegue burocrático-autoritario (Huntington, 1994).

A tales fines, esta investigación se concentra en una serie de cuestiones consideradas clave para comprender este desarrollo: el régimen político vigente en el país, el status jurídico-político de Buenos Aires según las disposiciones constitucionales y legales, la autonomía formal y real de los poderes locales frente a las potestades de la administración nacional, las relaciones político-partidarias entre el presidente de la república y el ejecutivo porteño, el diseño institucional del gobierno de la ciudad, el grado de participación ciudadana en la elección de los funcionarios ejecutivos y de los legisladores del distrito, la forma y el tipo de funcionamiento de la legislatura municipal, los lazos entre los distintos grupos sociales y la dirigencia política local y las preferencias políticas de los votantes de la capital en contraste con la distribución de las mismas a nivel nacional.

Tras una breve sección que revisa someramente la historia de la metrópoli desde su fundación hasta su conversión en distrito federal de la república (1536-1880), el trabajo se divide en cuatro partes. La primera describe la etapa comprendida entre la consolidación del Estado-nación y los orígenes del peronismo (1880-1945), la segunda se extiende aproximadamente desde el ascenso de Perón al poder hasta el fin de la última dictadura militar (1946-1982), la tercera abarca desde los tiempos de la transición democrática hasta la actualidad (1983-1998) y, por último, en la cuarta se esbozan algunas conclusiones generales.


De la pequeña aldea a la capital de la nación (1536-1880)

Buenos Aires fue fundada por primera vez en 1536, casi al comienzo de la exploración y conquista española del Río de la Plata. Sin embargo, el precario asentamiento levantado por Pedro de Mendoza no pudo sostenerse y desapareció en poco tiempo a causa del hambre y las enfermedades. Un nuevo intento encabezado por Juan de Garay en 1580, en cambio, tuvo mejor suerte y Buenos Aires logró prosperar.

En sus comienzos, el desarrollo de la aldea fue escaso por la ausencia en la región de mano de obra indígena y de metales preciosos, los recursos más codiciados por los españoles, y por las restricciones del imperio que obligaban a las colonias del lejano sur no sólo a un intercambio de mercancías monopólico, sino también a practicar el comercio exclusivamente por la vía terrestre que las ligaba a Lima, la capital del Virreinato del Perú. Pero con el tiempo los controles fueron burlados cada vez más seguido y el modesto caserío -que reunía unas mil personas hacia comienzos del siglo XVII- progresó bastante gracias al contrabando de los portugueses establecidos en el vecino Brasil (Luna, 1982). Esta situación de intermediaria entre los contrabandistas y las comunidades del interior contribuyó al crecimiento lento pero sostenido de su población, a la diversificación de sus actividades económicas y a consolidar su influencia sobre las pampas, los enormes territorios que se extendían hacia el oeste y el sur.

En el siglo XVIII, las disputas entre las potencias europeas por mercados coloniales y materias primas, determinaron una mejora acelerada y notable de la situación de Buenos Aires. La corona ahora deseaba aumentar los beneficios que podía obtener de sus colonias en América apelando a recursos más modernos, y para ello necesitaba combatir el tráfico clandestino de mercaderías, detener el avance de los portugueses hacia el sur y prevenir un eventual ataque británico en la región. Por este motivo, las reformas borbónicas dispusieron, entre otras medidas, la creación del Virreinato del Río de la Plata en 1776 con Buenos Aires como capital, la habilitación del comercio directo entre ésta y la metrópoli y el reforzamiento de la presencia militar en la zona (Rock, 1989).

Tras estos cambios, Buenos Aires emergió como un fuerte centro político, administrativo y mercantil. En efecto, en poco tiempo la ciudad se consolidó como principal proveedor de productos importados en el interior y se convirtió en el más importante puerto receptor de fondos derivados del comercio y de las rentas impositivas. La nueva conexión con Europa estimuló además el desarrollo de las exportaciones derivadas de la producción ganadera local, favoreciendo la importancia económica de la tierra en la región pampeana. Por último, las reformas también contribuyeron a romper el aislamiento sociocultural de la ciudad y a difundir las nuevas ideas florecientes del otro lado del Atlántico. Todas estas transformaciones provocaron profundos desequilibrios con el resto del virreinato, ligado desde siempre a la economía minera del Alto Perú y a sus tradiciones más conservadoras. Y a medida que estas diferencias se acentuaban, aumentaban las tensiones entre las clases dirigentes porteñas y las elites locales del interior.

Cuando estalló la guerra por la independencia en 1810, Buenos Aires encabezó el movimiento revolucionario generando mayores resistencias y rivalidades. Pronto surgieron diferencias entre los partidarios de una conducción centralizada con sede en Buenos Aires -cuya población total ya llegaba a los cuarenta y cinco mil- y los que reclamaban una mayor autonomía para las "provincias", las distintas divisiones administrativas en que se dividía el antiguo virreinato. Pero el conflicto se dejó de lado momentáneamente y los patriotas se unieron tras el objetivo de la emancipación. En 1816 un congreso reunido en Tucumán declaró la independencia de las Provincias Unidas del Río de la Plata y, con la derrota española, los viejos problemas reaparecieron bajo la forma de guerra civil entre los llamados "unitarios" y "federales". Las luchas entre caudillos se prolongaron durante una década en la que las provincias se declararon unidades soberanas e independientes, armaron ejércitos propios y se opusieron con éxito a dos intentos de organización política bajo una constitución unitaria alentados por Buenos Aires. Este ciclo de inestabilidad política y creciente dispersión territorial del poder concluyó hacia 1830 cuando el federal Juan Manuel de Rosas asumió como gobernador de la provincia de Buenos Aires y, poco después, las restantes reconocieron su supremacía y delegaron en él la conducción unificada de las relaciones exteriores.

Rosas se mantuvo en el poder durante veinte años gracias al ejercicio autocrático de sus facultades y al apoyo de sus seguidores en el interior del país a quienes, sin embargo, hábilmente negó una constitución que garantizara la autonomía de las provincias. Sus partidarios lo abandonaron cuando se cansaron del manejo arbitrario de las rentas provenientes del puerto de Buenos Aires, del asfixiante control sobre el comercio interno y de la protección excesiva de los intereses de los ganaderos y terratenientes de la región pampeana. Hacia el fin de su mandato en nombre del federalismo se había consolidado un esquema de poder absolutamente concentrado con Buenos Aires como núcleo (Lynch, 1981). Sin embargo, este nuevo orden político -el único que logró establecerse tras el descalabro de las instituciones de la colonia- posibilitó la organización política definitiva de la nación en las décadas siguientes (Halperín Donghi, 1992).

Tras la caída de Rosas en 1852 a manos del ex aliado Justo José de Urquiza, a instancias de las provincias del interior dotadas ahora de un mayor poder militar, se proclamó inmediatamente una constitución que establecía una forma de gobierno presidencial, garantizaba la división de poderes y el federalismo, nacionalizaba las rentas aduaneras, disponía la libre circulación interna de bienes y mercaderías y declaraba a la ciudad de Buenos Aires como capital de la república. La provincia de Buenos Aires defendió sus privilegios y se negó a aceptarla, separándose de la naciente Confederación Argentina y declarando su soberanía estatal. La situación se tornó insostenible y estalló el conflicto armado, con Urquiza al mando de las tropas provincianas y Bartolomé Mitre como jefe de los porteños. Después de unos años, por fin, se llegó a una solución de compromiso: Buenos Aires aceptó integrarse bajo ciertas garantías políticas y presupuestarias y las autoridades federales pudieron establecer su sede provisoria en la ciudad a orillas del Río de la Plata.

Con el tiempo, los sucesivos gobiernos nacionales lograron encaminar a la joven república hacia la unidad política mediante la disolución o la cooptación de otros centros de poder, la represión de levantamientos contrarios a la autoridad central y la construcción de una nueva legitimidad política (Oszlak, 1980). Veinte años después del acuerdo entre porteños y provincianos, sólo la provincia de Buenos Aires constituía un obstáculo para lograr un mando único y reconocido en todo el territorio. En efecto, las milicias de esta provincia todavía desafiaban el monopolio de la coacción pretendida por las autoridades federales, mientras que sus recursos económicos eran incomparablemente mayores a los de todo el resto de la república. Este equilibrio político-institucional se reflejaba con claridad en la cuestión de la capital: el presidente de la nación residía en Buenos Aires pero carecía de jurisdicción en la ciudad, en otras palabras, moraba en ella como "huésped" del gobernador.

Esta bipolaridad entre el presidente y el gobernador bonaerense encerraba un conflicto inminente. La lucha finalmente estalló en las postrimerías de la administración de Nicolás Avellaneda, cuando por la sucesión presidencial se enfrentaron Carlos Tejedor, gobernador de Buenos Aires y postulante por los liberales mitristas y Julio A. Roca, militar de carrera y aspirante por el Partido Autonomista Nacional (PAN), una alianza entre las oligarquías provinciales del interior y el ejército de línea. La competencia derivó en un combate armado que culminó en 1880 con la victoria del roquismo. La provincia de Buenos Aires perdió a su milicia permanente y su capital -ya con unos trescientos mil habitantes- fue separada de su jurisdicción y convertida en distrito federal por la ley 1029 (Botana, 1980). Poco después, el gobierno de la provincia de Buenos Aires fijó su sede definitiva en la ciudad de La Plata a setenta kilómetros de distancia de la capital de la nación.

- De la federalización al "Gran Buenos Aires" (1880-1945)

Tras la federalización, la forzada y precaria cohabitación entre el presidente de la república y el gobernador bonaerense cedió paso al exclusivo predominio del primer mandatario en la escena política nacional. Por disposiciones de la constitución de 1853/60, a la ciudad de Buenos Aires se le reconoció representación en las cámaras de diputados y senadores de la república como a cualquier otra provincia pero, a diferencia de éstas, su organización institucional quedó sometida a la legislación dictada por el congreso federal y a la autoridad del poder ejecutivo nacional, su "jefe inmediato y local".

Así, en noviembre de 1882 el congreso sancionó una Ley Orgánica de la Municipalidad, la 1260. Según esta norma, la municipalidad se compondría de un "Concejo Deliberante" y un "Intendente". El Concejo Deliberante, un órgano legislativo comunal con facultades para dictar ordenanzas (normas de jerarquía inferior a una ley nacional o provincial), aprobar el presupuesto de la administración municipal y remover al Intendente con los dos tercios de los votos del cuerpo, se integraría con dos representantes por cada "parroquia" electos por voto limitado a los contribuyentes. Estos concejales durarían dos años en sus cargos, pero la legislatura se renovaría anualmente por mitades. Por su parte, el departamento ejecutivo estaría a cargo del Intendente, un funcionario nombrado por el presidente de la nación con acuerdo del senado. El Intendente permanecería en sus funciones por dos años y podría ser reelecto, tendría amplias facultades para la designación de los empleados municipales y poder de veto sobre las iniciativas del Concejo Deliberante.

Asimismo, en la división de atribuciones el gobierno federal se reservaba el control del puerto, la administración de la justicia y el poder de policía, mientras que la municipalidad se encargaría de la provisión de los servicios públicos (agua corriente, alumbrado, limpieza y desinfección, salud, transporte), la organización del tránsito, el trazado de calles y vías, la conservación de parques, paseos y plazas y la planificación urbana.

La federalización de Buenos Aires permitió al gobierno nacional ejercer una autoridad indiscutida sobre todo el país y lograr la organización de la república pero, al mismo tiempo, contribuyó a reforzar políticamente un proceso de inserción económica en el mercado internacional, de concentración interna de la riqueza y de desarrollo doméstico desigual. Esta evolución, favorecida por las políticas liberales y de decidida orientación agroexportadora instrumentadas por los sucesivos gobiernos constitucionales, fue apoyada por una nueva alianza de intereses entre los grupos dominantes del interior y de Buenos Aires (Oszlak, 1980). Hacia fines de siglo, la ciudad no sólo era la sede del gobierno federal y el principal centro comercial del país, sino también el mayor núcleo poblacional de la república, la más importante plaza bancaria y financiera, el punto nodal del pujante sistema ferroviario nacional y el epicentro de la adelantada intelectualidad argentina.

La política argentina de los años siguientes se caracterizó por la afirmación de una clase dirigente -la llamada oligarquía- y la sucesión regular de los gobernantes, pero mediante la práctica de elecciones amañadas o fraudulentas, el dominio excluyente del PAN y el reforzamiento de la autoridad presidencial frente al congreso y a las autonomías provinciales. Esta etapa, que se extendió desde 1880 a 1916, fue bautizada como el "Orden Conservador" (Botana, 1977).

Durante este ciclo las instituciones de gobierno de la ciudad de Buenos Aires funcionaron en medio de conflictos violentos entre las facciones oligárquicas, elecciones con escasa participación, escándalos por irregularidades en los comicios y enfrentamientos entre el Intendente y el Concejo Deliberante (Walter, 1974; Botana, 1983; Antonio & García Molina, 1994; Cibotti, 1995; Sábato, 1998). A causa de ello, el legislativo comunal fue intervenido y reemplazado por una comisión de "notables" designada directamente por el poder ejecutivo nacional con acuerdo del senado en los periodos 1885-1891, 1901-1908 y 1915-1916 (Antonio & García Molina, 1994; Passalacqua, 1996). En 1907 la ley 5098 fijó en veintidós el número de concejales y estableció la elección de los mismos por distrito único y por voto calificado, la duración en sus cargos en cuatro años, la renovación bienal del cuerpo y el mandato del ejecutivo comunal en tres años. Entre los intendentes de la época se destacaron por sus obras e iniciativas Torcuato de Alvear (1883-1887), Adolfo Bullrich (1898-1902) y Joaquín de Anchorena (1910-1914), todos pertenecientes a tradicionales familias de la aristocracia porteña.

En esos años Argentina confirmó su papel en la economía mundial: crecieron cada vez más sus exportaciones de materias primas de origen agropecuario y también sus compras de productos manufacturados; e ingresaron, además, cantidades crecientes de capitales extranjeros e inmigrantes europeos -en su mayoría italianos y españoles- que se concentraron en la región del litoral. Buenos Aires se desarrolló vertiginosamente, extendiendo hacia varias direcciones su trazado urbano con forma de damero heredado de la colonización española. Este crecimiento, sin embargo, registró notorias diferencias según la zona, las que en adelante persistirían con la expansión de la ciudad. En el norte, ya algo poblado por las familias acomodadas que escaparon de la epidemia de fiebre amarilla que azotó a los porteños en 1871, se instalaron los sectores de mayores recursos. Allí, en las nuevas y elegantes mansiones de Belgrano, Barrio Norte y Palermo, fijaron su residencia los grandes propietarios rurales y los principales dueños de empresas y comercios. Al sur, en la Boca, Barracas y San Telmo, se ubicaron los grupos nativos menos pudientes y las primeras oleadas de italianos y españoles. En esta zona proliferaron las construcciones humildes, los inquilinatos y los "conventillos" (subdivisiones de antiguas casonas aristocráticas). El centro y el oeste, Flores y las villas linderas, recibieron a la clase media, la ascendente segunda generación de inmigrantes que lograba acceder a la vivienda propia. Aquí las casas eran sencillas y de una sola planta. Por último, en el centro histórico a orillas del río se levantaron majestuosos edificios públicos gracias a los abultados presupuestos destinados por las autoridades nacionales (Scobie, 1972, 1986; Sargent, 1974; Yujnovsky, 1974; Torres, 1975; Korn & de la Torre, 1985).

Hacia 1910, con más de un millón de almas, Buenos Aires ya contaba con una infraestructura, un patrimonio arquitectónico y unos servicios públicos comparables a los de las más evolucionadas capitales europeas e impresionaba con sus parques y plazas, sus monumentos y avenidas, sus teatros y museos. Al mismo tiempo, constituía una excepcional concentración urbana que albergaba tanto a la elite dirigente del país y a las clases medias, como a los trabajadores urbanos y a los inmigrantes extranjeros.

El "Orden Conservador" entró en decadencia cuando la facción reformista de la elite gobernante logró en 1912 la sanción de ley 8871, llamada ley Sáenz Peña, que estableció el sufragio universal (masculino), secreto y obligatorio. Las nuevas reglas del juego político posibilitaron en 1916 la llegada a la presidencia de la nación de Hipólito Yrigoyen, líder de un partido de ideas liberales y fuerte arraigo popular -la Unión Cívica Radical- que desde 1890 venía reclamando por comicios libres y limpios y respeto por las autonomías provinciales. El radicalismo pasó de la actividad insurreccional, las operaciones conspirativas y la abstención electoral como formas de oposición al viejo régimen a convertirse rápidamente en una poderosa maquinaria orientada a la búsqueda de votos. Así se sostuvo en el poder durante casi quince años gracias al apoyo de las masas incorporadas a la vida política (Rock, 1975). La desplazada dirigencia oligárquica no pudo organizar un partido único que compitiera contra el predominio de los radicales con alguna posibilidad de éxito y se dividió en varias agrupaciones provinciales de cuño conservador. En el congreso, donde aún retenía una representación mayoritaria, opuso en cambio una tenaz resistencia a las políticas de Yrigoyen (Mustapic, 1984).

En la ciudad de Buenos Aires, Yrigoyen prorrogó el mandato de la comisión municipal provisoria en reemplazo del Concejo Deliberante, pero en 1917 su propuesta recibió el rechazo del senado bajo el argumento de que todas las designaciones presidenciales solicitadas correspondían a miembros activos del radicalismo. Sin embargo, poco después el radicalismo consiguió reestablecer las instituciones del gobierno comunal y aunque fracasó en establecer la elección directa del intendente por la oposición del Senado, logró promulgar una ley, la 10.240, que garantizaba la plena vigencia de los principios de la ley Sáenz Peña, la participación popular en la designación de los concejales y la distribución de escaños en el legislativo municipal según el principio proporcional. Así, a partir de 1919 el Concejo Deliberante porteño funcionó en forma normal e ininterrumpida con treinta miembros.

La celebración de consultas cívicas amplias y honestas en vez del voto censitario, calificado y fraudulento favoreció a los radicales y a los socialistas, dos poderosas maquinarias electorales con importantes clientelas en el distrito; y, a diferencia de otras provincias, la política en la ciudad de Buenos Aires se tornó altamente competitiva entre dos partidos fuertes, modernos y organizados (Rock, 1972; Walter, 1974, 1978; Botana, 1983). Por otra parte, en el recinto del Concejo Deliberante se presenciaron importantes debates sobre temas tales como la regulación y el control de las concesiones de los servicios públicos (generalmente a cargo de empresas privadas extranjeras), la organización del transporte urbano, el mejoramiento de las condiciones de vida de los sectores populares, la apertura de calles y avenidas, y la disposición de los espacios verdes (Walter, 1974).

Yrigoyen y su sucesor, Marcelo T. de Alvear, continuaron con la orientación económica agroexportadora que, a pesar de los grandes altibajos a causa de la primera guerra mundial, aseguraba el crecimiento del país en niveles altamente satisfactorios y permitía la expansión de las clases medias, el principal sostén del radicalismo. Sin embargo, la crisis internacional de 1929 desarticuló el comercio exterior y las finanzas públicas argentinas, hundiendo a la segunda presidencia de Yrigoyen en el desprestigio y la impopularidad. Al mismo tiempo, el régimen político abierto en 1912 se vio sumergido en la fase más difícil de una profunda crisis de legitimidad a causa de las impugnaciones de los sectores conservadores (Smith, 1978). Tras una intensa campaña de desgaste, en 1930 un golpe militar interrumpió abruptamente la joven democracia argentina e instaló un gobierno de facto en un clima de pasividad general. Este primer quiebre institucional significó el retorno de los conservadores al poder bajo una alianza llamada "Concordancia", en una etapa política caracterizada por comicios de dudosa transparencia, proscripciones electorales, corrupción administrativa y desprecio por los principios republicanos de gobierno, conocida como la "Década Infame" (Ciria, 1986).

En materia económica, la restauración conservadora encaró un plan de reformas destinado a superar la depresión. En este campo, las políticas consistieron en estimular la sustitución industrial de las importaciones, básicamente de los bienes de consumo. Las medidas generaron la veloz expansión del sector secundario concentrado en la ciudad de Buenos Aires y sus inmediaciones y, en forma indirecta, también provocaron un significativo movimiento de migración interna desde las zonas rurales hacia los núcleos urbanos. Nuevas masas de asalariados incorporados rápidamente a la industria y a las actividades terciarias invadieron las ciudades desbordando la infraestructura y los servicios existentes. Los municipios bonaerenses lindantes con la capital federal recibieron una impresionante marea humana atraída por las oportunidades laborales e incrementaron de manera espectacular su población, formándose así el denominado "Gran Buenos Aires" (Germani, 1955, 1962).

Otras medidas de claro sesgo intervencionista, como la regulación de la producción en varios ramos mediante juntas fiscalizadoras con sede en la capital, la creación de un banco central y la unificación de los impuestos internos, aumentaron aún más el poder del gobierno federal en desmedro de las provincias.

Los conservadores también orientaron sus políticas hacia el objetivo de mantener los históricos vínculos comerciales y financieros con el Reino Unido tambaleantes tras el proteccionismo emergente a causa de la crisis mundial. Esta medidas generaron nuevos conflictos entre las autoridades nacionales y las fuerzas mayoritarias en la capital donde, a diferencia del resto del país, el fraude electoral estaba ausente. En 1935, por ejemplo, el congreso nacional creó mediante la ley 12311 la Corporación de Transportes de la Ciudad de Buenos Aires, un organismo mixto destinado a coordinar y monopolizar el transporte urbano de pasajeros durante cincuenta y seis años. La medida, que beneficiaba a una compañía británica de tranvías en perjuicio de los propietarios de "colectivos" (pequeñas unidades locales de transporte automotor), había sido apoyada por el intendente conservador Mariano De Vedia y Mitre pero largamente resistida por la mayoría socialista en el Concejo Deliberante (García Heras, 1992).

Hacia principios de la década del cuarenta el presidente Roberto Ortiz encaró una cierta apertura del régimen al reestablecer parcialmente las elecciones democráticas, pero su vice Ramón Castillo, apoyado por los sectores más conservadores de la Concordancia y decidido a evitar el retorno de los radicales a la presidencia, reimplantó el fraude cuando lo sucedió interinamente en el mando.

En la ciudad de Buenos Aires, donde radicales y socialistas habían convertido al Concejo Deliberante en una fuente importante de recursos para las prácticas de patronazgo, Castillo fue más lejos. En 1941 clausuró la legislatura comunal aprovechando el clima de creciente desprestigio por presuntos sobornos a concejales para la renovación de la concesión del servicio de energía eléctrica y por las denuncias de corrupción en las adjudicaciones de las líneas de transporte urbano de pasajeros. Una "Comisión Interventora de Vecinos" designada por el presidente reemplazó al disuelto órgano deliberativo (Antonio & García Molina, 1994).

En 1943, un nuevo golpe encabezado por las fuerzas armadas -disconformes con los planes de sucesión pergeñados por Castillo- depuso al presidente y cerró el congreso nacional. En la capital federal, el gobierno de facto disolvió la comisión interventora y directamente asignó las funciones del Concejo Deliberante al Intendente. Las instalaciones del cuerpo legislativo local fueron ocupadas algo después por la Secretaría de Trabajo y Previsión, comandada por un entonces desconocido coronel Juan Domingo Perón.


- Buenos Aires entre el surgimiento del peronismo y la última dictadura militar (1946-1982.

Tras el alzamiento de 1943, las fuerzas armadas, atrapadas en poco tiempo en disputas entre sus distintas facciones, se esforzaron por consolidar su poder mediante un conjunto de medidas de corte autoritario, nacionalista y populista, alimentando las sospechas opositoras de sus simpatías con las fuerzas nazi-fascistas.

Entre las figuras del flamante elenco gubernamental comenzó a adquirir cada vez mayor importancia el coronel Perón, gracias a su programa de medidas de protección de los trabajadores contra la pobreza y las enfermedades y de defensa contra la explotación patronal. Apoyado por los sindicatos y por el cuerpo de oficiales del ejército, Perón pronto concentró los cargos de Secretario de Trabajo y Previsión, Ministro de Guerra y Vicepresidente de la Nación, convirtiéndose en el "hombre fuerte" del nuevo régimen.

A pesar de los esfuerzos por ganarse el apoyo popular, la disconformidad hacia el gobierno persistió y, tras la caída de las fuerzas del Eje en la Segunda Guerra Mundial, se intensificó notablemente. En octubre de 1945 las presiones de los Estados Unidos y de la oposición interna llevaron al presidente Farrell a destituir y encarcelar a Perón. Entonces, una multitud de obreros del Gran Buenos Aires marcharon hacia la sede del gobierno exigiendo la liberación de Perón. Ante esta demostración de fuerza, hasta entonces desconocida en la política local, el régimen militar se derrumbó y convocó a elecciones presidenciales para febrero de 1946.

En esos comicios Perón venció a la Unión Democrática, una heterogénea alianza integrada por radicales, socialistas, conservadores y comunistas, y una vez instalado en la Casa Rosada impulsó una gestión caracterizada por una fuerte intervención estatal en la economía, la profundización del proceso de sustitución de importaciones, la nacionalización de los servicios públicos, la neutralidad en política exterior, la promoción del bienestar social y de las políticas distributivas, y la adopción de numerosas reformas en beneficio de los trabajadores. Estas medidas contaron con un amplio apoyo popular y con el respaldo incondicional de los sindicatos, pero los rasgos plebiscitarios del nuevo régimen, la manipulación de los medios de comunicación y el estilo político de su líder generaron una profunda e irreconciliable división entre peronistas y antiperonistas (Waldmann, 1986).

En 1949 Perón logró la aprobación de una nueva constitución que le permitió reelegirse indefinidamente en la presidencia, concentrar mayores poderes y disponer de más recursos políticos para controlar a la oposición. En la ciudad de Buenos Aires, principal foco del antiperonismo pero también centro de las movilizaciones de apoyo peronistas, Perón usufructuó la reforma constitucional para reforzar sus facultades como jefe de la capital federal: la legislatura municipal, que no había sido reestablecida desde su clausura en 1941, fue directamente eliminada y el edificio del Concejo Deliberante ocupado por una fundación dedicada a la ayuda social dirigida por la esposa del presidente, Eva Duarte de Perón. Por otra parte, los sucesivos intendentes designados respondieron directamente al indiscutido liderazgo de Perón.

El fin de la Segunda Guerra Mundial, la activación de la industria, el desarrollo de nuevos medios de comunicación y las facilidades otorgadas por el peronismo (transporte automotor barato y de fácil acceso, oportunidades laborales, mejores salarios y planes de credito para la construcción o compra de viviendas) reactivaron a la ciudad-puerto como polo de atracción de población, en este caso ya no inmigrantes europeos sino de migrantes internos y de países limítrofes. La oleada inmigratoria de la Argentina fue nuevamente la mayor de toda Latinoamérica y, así, la ciudad pronto vio desbordada su capacidad habitacional. Ante esta situación, el gobierno peronista buscó incentivar la construcción de edificios mediante la ley de propiedad horizontal (ley 13512), sin embargo, la continuidad del congelamiento de los "alquileres" (locaciones urbanas) -una medida populista vigente desde el golpe del '43 que reemplazaba la libre contratación por la protección estatal de los inquilinos- y una política contraria a los desalojos obstaculizaron la resolución del problema (Oszlak, 1991; Azaretto, 1995). Por otra parte, pocas medidas fueron adoptadas para encauzar la explosiva irrupción de pobladores y la creciente expansión industrial en el Gran Buenos Aires. Esta ausencia de políticas coordinadas y eficaces y la falta de controles determinó un crecimiento urbano caótico, caracterizado por fenómenos tales como precariedad habitacional, hacinamiento, contaminación ambiental y deficiencias sanitarias. Por último, mientras que algunos pobladores lograron instalarse en la capital y otros en los suburbios en viviendas con comodidades mínimas, un significativo número de familias levantaron en forma paulatina asentamientos urbanos precarios en terrenos fiscales o privados, carentes de servicios públicos elementales (agua corriente, cloacas, luz, escuelas y hospitales) y conocidos popularmente como "villas miseria".

Hacia mediados de la década del '50 las políticas peronistas exhibían síntomas de agotamiento. Finalmente, las presiones de los Estados Unidos, la Iglesia y la oposición unificada encontraron apoyo en ciertos sectores de las fuerzas armadas y en 1955 un golpe militar derrocó a Perón. Tras la caída de Perón se abrió un nuevo ciclo de casi veinte años caracterizado por la presencia de los militares como árbitros exclusivos de la competencia político-partidaria, la proscripción electoral del peronismo, la inestabilidad crónica de los gobiernos -tanto civiles como militares-, el aumento de la violencia política y la creciente radicalización de los reclamos y las protestas sociales. En 1958 y 1963 respectivamente fueron electos como presidentes Arturo Frondizi y Arturo Illia pertenecientes a dos fracciones opuestas de la UCR. Sin embargo, ambos fueron derrocados a mediados de sus correspondientes mandatos en cuanto intentaron la reincorporación del peronismo a la competencia política.

Por su parte, entre 1958 y 1966, las instituciones de gobierno local de la Ciudad de Buenos Aires volvieron a funcionar según los dictados de la Ley Orgánica de la Municipalidad (ley 1260). Los partidos políticos pugnaron nuevamente por obtener representación en el ámbito municipal, el Concejo Deliberante reinició sus actividades después de diecisiete años y Frondizi e Illia designaron -con acuerdo del Senado- como intendentes de la comuna a Hernán Giralt y Francisco Rabanal, respectivamente. Sin embargo, y como consecuencia del proceso de concentración política y de nacionalización de los servicios públicos encarado por el peronismo y de la influencia del modelo de intervención centralizada y planificada prevaleciente en las ideas de la época, el gobierno municipal no logró recobrar los poderes de antaño. En efecto, los gobiernos provinciales y locales fueron considerados como incapaces de satisfacer las nuevas demandas emergentes, mientras que la nacionalización de los servicios del gas, ferrocarriles, agua corriente y electricidad implicó una profunda y desequilibrante transferencia: de la prestación por firmas privadas -sujetas al control del gobierno de la comuna porteña- a la provisión por empresas públicas nacionales y supervisión por el congreso y el poder ejecutivo federal. (Pírez, 1997). Asimismo, los caciques partidarios locales y el clientelismo comenzaron a dominar paulatinamente la política municipal, en particular en aspectos tales como la distribución de cargos públicos y las mejoras de infraestructura en los barrios.

Hacia mediados de los años '60, la Argentina ingresó en una nueva etapa de desarrollo ante los síntomas de agotamiento definitivo del modelo de sustitución de importaciones. Los sucesivos gobiernos alentaron una nueva fase de crecimiento a partir de la radicación de industrias básicas y de capital intensivo. Estas industrias, en su mayoría de capitales internacionales, se instalaron en los alrededores de la capital federal, provocando una nueva expansión del Gran Buenos Aires no menos anárquica que la de los años '30 y '40.

El régimen burocrático-autoritario de 1966, debilitado por sucesivos levantamientos urbanos y movimientos de protesta; abandonó el poder en 1973 no sin imponer ciertas condiciones y reglas para la salida democrática. Para la ciudad de Buenos Aires, por ejemplo, los militares establecieron un nuevo régimen municipal, la denominada ley 19.987, en reemplazo de la 1.260. Según esta norma, el legislativo comunal pasaba a denominarse "Sala de Representantes" y se integraría con 60 miembros -con mandato por cuatro años- electos mediante un sistema "mixto": 28 por distrito uninominal (circunscripción) a simple pluralidad de votos y 32 por distrito único con fórmula proporcional D'hondt y umbral electoral de 100.000 votos. Por su parte, el Intendente Municipal sería designado directamente por el presidente sin mediar acuerdo del Senado y duraría en su cargo tres años, con posibilidad de reelección por un solo período. Por último, la flamante ley también creaba catorce "Consejos Vecinales" compuestos por nueve miembros elegidos directamente por el pueblo de la ciudad y con mandato por cuatro años. Estos consejos abarcarían zonas delineadas según las tradicionales secciones electorales preexistentes y tendrían como funciones principales las de atender en forma descentralizada las demandas ciudadanas, coordinar y estimular iniciativas comunitarias e informar y asesorar al Intendente Municipal sobre las necesidades de los vecindarios.

Las nuevas reglas de juego entraron en vigencia con el gobierno peronista de 1973; sin embargo, los conflictos internos del peronismo, las pujas distributivas entre los distintos grupos socioeconómicos y la violencia desatada por los grupos extremistas armados, alentaron poco después un nuevo golpe contra el régimen democrático. En 1976 una junta militar derrocó a María Estela Martínez de Perón, cerró el Congreso e implantó una feroz dictadura que reprimió las actividades político-partidarias y los reclamos sociales, censuró a la prensa, persiguió a los opositores e impuso un férreo control ideológico. En la ciudad de Buenos Aires, los militares disolvieron la Sala de Representantes y los Consejos Vecinales y designaron como Intendente Municipal al brigadier de la fuerza aérea Osvaldo Cacciatore.

La dictadura militar buscó la estabilidad económica y encaró una política de reconversión productiva orientada hacia la concentración de la riqueza en grandes empresas y hacia el capital extranjero. Las industrias vinculadas al mercado interno no resistieron la reestructuración alentada y desaparecieron, el estancamiento de la economía prosiguió, la terciarización de la economía se profundizó y crecieron el empleo informal y el trabajo en condiciones precarias.

En la Capital Federal y en el Gran Buenos Aires, el nuevo régimen autoritario adoptó una serie de políticas que afectaron seriamente la distribución espacial y las condiciones materiales de vida de los sectores populares (Oszlak, 1991; Pírez, 1994). Por ejemplo, los militares pusieron fin a la intervención estatal en la cuestión de las locaciones urbanas (alquileres), garantizando la plena vigencia de las relaciones de mercado entre inquilinos y propietarios. También adoptaron un nuevo código de edificación urbana que elevó el precio de los terrenos y encareció la construcción, incrementaron los impuestos inmobiliarios y erradicaron por la fuerza las "villas miseria". Estas medidas provocaron la migración de cientos de miles de inquilinos desalojados y villeros erradicados de la Capital Federal hacia el Gran Buenos Aires (Oszlak, 1991; Pírez, 1994).

Por otra parte, el gobierno de la ciudad de Buenos Aires también encaró ambiciosas iniciativas de modernización urbana, tales como un polémico plan de construcción de autopistas metropolitanas que implicó una expropiación masiva de inmuebles, varios programas contra la contaminación ambiental -entre ellos uno que resolvía al mismo tiempo los problemas de la disposición final de residuos y de la falta de áreas de esparcimiento mediante la creación de una extensa franja de espacios verdes en el conurbano bonaerense ("Cinturón Ecológico")-, y varios proyectos para ordenar el tránsito en el centro de la Capital Federal. Además, la ciudad asumió la administración de los subterráneos, algunos hospitales y las escuelas primarias, transferidos por decisión de las autoridades nacionales.

Por último, a diferencia de intendentes anteriores que se desempeñaron en el cargo exhibiendo un bajo perfil, Cacciatore se manejó con una amplia autonomía en el gobierno municipal, encarando sus funciones con gran protagonismo. A lo largo de su gestión, desplegó un estilo activo, drástico e inflexible. Hacia el final de la dictadura, Cacciatore fue reemplazado por Guillermo Del Cioppo, un civil responsable del operativo de erradicación de villas durante la administración del brigadier.


De la transición democrática a la autonomía de la Ciudad de Buenos Aires (1983-1998)

La dictadura militar se derrumbó ante la derrota en la Guerra de Malvinas (1982) y el fracaso de sus políticas socioeconómicas. Con las elecciones de 1983, la Argentina comenzó una nueva etapa democrática caracterizada por una continuidad y estabilidad sin precedentes. El radical Raúl Alfonsín, primer presidente de la transición, concentró su gestión en torno a la restauración de las garantías y los derechos individuales, y enfrentó profundas crisis en el campo económico y militar; por su parte su sucesor, el justicialista Carlos Menem, encaró los problemas de la inflación y la reforma del sobredimensionado Estado argentino.

En la ciudad de Buenos Aires se restablecieron las instituciones de gobierno municipal según la ley 19.987, aunque con leves modificaciones: el legislativo comunal recuperó el nombre de "Concejo Deliberante" y los 60 concejales fueron electos en adelante en distrito único por fórmula proporcional D'hondt. Alfonsín nombró como intendentes a dirigentes del radicalismo porteño, Julio Saguier y Facundo Suárez Lastra, quienes afrontaron el gobierno municipal apoyados en una amplia mayoría partidaria en el Concejo Deliberante. Al comienzo de su presidencia, Alfonsín logró concitar un nuevo debate sobre la cuestión de la capital y el desarrollo del país obteniendo inclusive la aprobación en el congreso de una ley para trasladar la sede del gobierno al sur argentino (ley 23.512), pero el proyecto fue abandonado tras la derrota del radicalismo en las elecciones legislativas de 1987. Por su parte, Menem privatizó rápidamente las empresas de servicios públicos de la ciudad, transfirió a la administración comunal las escuelas del nivel secundario y la totalidad de los hospitales nacionales, e intervino directamente en varias cuestiones de índole municipal (Suárez Lastra, 1994; Pírez, 1994, 1997). Como intendentes, Menem designó primero al líder del peronismo capitalino, Carlos Grosso, y luego a dos funcionarios de perfil técnico, Saúl Bouer y Jorge Domínguez, quienes aplicaron una política de privatizaciones y de concesiones de servicios públicos afín a la del gobierno nacional con el apoyo de los concejales de la UCEDé y otros partidos menores.

Durante toda esta nueva etapa democrática, la política municipal se caracterizó por la ausencia de programas de tipo global, el burocratismo y la superposición administrativa, una extrema fragmentación intrapartidaria, un marcado clientelismo y altos niveles de corrupción (Passalacqua, 1988; del Brutto, 1989; Grillo, 1993; Azaretto, 1995; Carnota & Talpone, 1995). En efecto, el Concejo Deliberante se constituyó en un ámbito de intercambio de favores personales y de atención a clientelas políticas. La actividad del legislativo comunal se centró en reclamar arreglos de calles y veredas, pedir informes al ejecutivo, y otorgar excepciones a los códigos de planificación y construcción para beneficio de particulares y empresas; mientras que varios concejales fueron acusados de cobro de coimas, tráfico de influencias, sobornos, malversación de fondos públicos y otros delitos. Los consejos vecinales tampoco funcionaron y fueron considerados por los partidos políticos como espacios institucionales para recompensar a dirigentes políticos de menor nivel (Ulanovsky, 1987; Balaguer, 1991). Frente a estas dimensiones de venalidad y arbitrariedad administrativa, poco pudieron hacer oficinas encargadas de combatirlas como la Controladuría General Comunal u "ombudsman" municipal, creada por Ordenanza Municipal 40.831/85.

Por otro lado, en este mismo periodo tanto en el Concejo Deliberante como en el Congreso de la Nación se registró un estallido de iniciativas destinadas a modificar la carta orgánica municipal con el objetivo de incorporar la elección directa del Intendente, mejorar la gestión municipal, establecer una auténtica descentralización administrativa y corregir las distorsiones de la representación política en el distrito (Seoane, 1992; Poder Ejecutivo Nacional, 1993; Comisión de Asuntos Municipales, 1994 Passalacqua, 1996). El Concejo Deliberante sancionó incluso una resolución solicitando la elección popular directa del Intendente, y hasta un proyecto con el mismo fin fue aprobado por la Cámara de Diputados de la Nación (aunque nunca recibió tratamiento en el Senado). Sin embargo, el progreso en estas cuestiones tropezó siempre con los intereses contrapuestos de radicales y peronistas, quienes no lograron mayores adelantos en las negociaciones políticas hasta bien avanzado el proceso de consolidación democrático.

Este estancamiento en las tratativas para modificar el status institucional de la ciudad de Buenos Aires encontraba sus razones en las particulares características electorales de la metrópoli porteña. Desde 1983, la capital federal era -en importancia- el segundo distrito electoral del país, y después de la provincia de Córdoba, también el más esquivo para el peronismo, tanto en comicios legislativos como presidenciales (ver cuadro) Por otra parte, la ciudad de Buenos Aires desde el comienzo de la transición constituía el distrito electoral clave en la configuración de la dinámica la política nacional. En efecto, desde 1983 las sucesivas "terceras fuerzas" en el orden nacional -a excepción del MODIN en 1993- obtenían en esta jurisdicción su aporte de votos más significativo (ver cuadro). Bajo estas circunstancias, conceder la autonomía a la urbe porteña -o incluso simplemente la elección directa de su poder ejecutivo-, implicaba para el partido en la presidencia de la nación arriesgar una serie de importantes recursos de gobierno y hasta alentar la formación de un poderoso liderazgo opositor a nivel nacional.

Sin embargo, en 1994 Alfonsín y Menem firmaron el Pacto de Olivos, un acuerdo para reformar la constitución nacional y habilitar así la reelección de Menem. Entre otros cambios constitucionales, el Pacto de Olivos establecía el reconocimiento de un status constitucional especial para la ciudad de Buenos Aires que incluía la facultad de dictar un estatuto organizativo, atribuciones propias de legislación y jurisdicción y el derecho de la ciudadanía porteña a la elección directa del jefe de gobierno.

En los debates de la convención constituyente, sin embargo, el tema de la capital federal fue uno de los más conflictivos entre el peronismo y la oposición. Los gobernadores justicialistas, de gran predicamento entre los convencionales oficialistas, se opusieron a conceder a la ciudad de Buenos Aires amplias potestades en materia de gobierno, administración y justicia. (Passalacqua, 1996). Finalmente, se arribó a una solución de compromiso que apelaba a la convivencia armónica entre las autoridades nacionales y las de la ciudad, pero muchas de las cuestiones de fondo quedaron para su resolución por el Congreso Nacional o por la asamblea que debía convocarse para dictar el estatuto local.

Luego de la reforma constitucional, el gobierno de Menem limitó por distintas vías el traspaso de poderes a la ciudad de Buenos Aires, tanto en materia presupuestaria como en las áreas de seguridad, justicia y regulación de servicios públicos, reservándose algunas competencias. Asimismo, la mayoría justicialista en el Congreso de la Nación aprobó dos leyes, relativas a la elección de autoridades locales y a la protección de los intereses del estado nacional en la capital, consideradas por la oposición como restrictivas de las nuevas prerrogativas porteñas. También diversas asociaciones de magistrados se opusieron al traspaso de jurisdicción, mientras que las autoridades de la Policía Federal rechazaron tanto cualquier cambio de status como la creación de una policía propia de la ciudad.
Por su parte, en los comicios para jefe de gobierno de 1996 resultó ganador Fernando de la Rua, un histórico dirigente del partido radical, tres veces senador (1973, 1983 y 1992) y una diputado (1991) por la capital federal; mientras que las elecciones para convencionales locales -realizadas el mismo día- significaron una importante victoria para la oposición y un duro revés para el peronismo. Tras estos resultados, radicales y frepasistas acordaron en la convención local una constitución que extendió al máximo las posibilidades de autonomía de la ciudad, y establecieron un ejecutivo con vastos poderes electo por mayoría absoluta o ballotage, un nuevo legislativo unicameral que contaría 60 miembros con mandato por cuatro años y renovaciones cada dos, y un poder judicial con amplias atribuciones.

Desde entonces y hasta estos días, y como producto de la particular distribución de poder existente en los niveles nacional y local, la dinámica política de la ciudad de Buenos Aires se ha desarrollado según un patrón casi uniforme: los alcances del gobierno de la metrópoli consagrados en la reforma constitucional de 1994 son continuamente materia de discusión, es decir, de negociación y conflicto, entre las principales fuerzas políticas del país. Y, como si fuera poco, en los últimos tiempos se han sumado otros factores interesantes: primero, radicales y frepasistas constituyeron una alianza electoral que resultó victoriosa en las elecciones legislativas -tanto nacionales como locales- de 199, segundo, Fernando de la Rúa fue consagrado precandidato presidencial por el radicalismo, y tercero, Eduardo Duhalde -gobernador bonaerense y uno de los principales opositores a la autonomía porteña- es uno de los postulantes por el peronismo con mayores posibilidades de llegar a la presidencia de la nación.


Conclusiones

En 1880, fueron las mismas razones históricas las que llevaron a la federalización de la ciudad de Buenos Aires y al establecimiento en ella de un gobierno por delegación en manos de un intendente designado y un poder legislativo local con facultades acotadas. En aquel tiempo, el interior impuso su supremacía y separó al puerto más rico del país de la provincia más fuerte. La solución, aunque drástica, posibilitó la consolidación del Estado nacional. Como capital, la ciudad de Buenos Aires se benefició entonces con inversiones del gobierno federal y, con el tiempo, su vida política también se enriqueció con la participación popular, aunque la falta de autonomía persistió como legado.

Más tarde, las mismas condiciones de gobierno y de administración que en su momento habían significado algún tipo de privilegio para la ciudad, se convirtieron en un problema de carácter insoluble para sucesivos gobiernos civiles y militares. Durante la restauración conservadora de los '30 resultó evidente que el diseño institucional esbozado medio siglo atrás resulta insuficiente para gobernar a una ciudad de dimensiones entonces inimaginables: la experiencia culmina con el cierre del legislativo local en medio de escándalos por corrupción.

Durante la segunda ola democratizadora, la gestión de la capital se resolvió por la vía de la centralización de las decisiones y la provisión de los servicios públicos por empresas estatales de alcance nacional; sin embargo, el peronismo tampoco pudo administrar el crecimiento de la metrópoli y sus alrededores generado por la industrialización creciente del país. La ausencia de un gobierno local para la capital se fundó entonces en razones de corte político: la ciudad de Buenos Aires era el principal foco del antiperonismo.

Los regímenes burocrático-autoritarios de los '60 y '70 encararon sus políticas de modernización urbana mediante la aplicación de políticas drásticas y de altos costos sociales. Estas medidas transformaron en ciertas características de la ciudad según las aspiraciones de los militares, pero la persistencia del desequilibrio entre la capital y el conurbano bonaerense mantuvo casi inalterables los problemas centrales de la región metropolitana: servicios públicos insuficientes, caos en el transporte, carencia de desagües pluviales y cloacales y escasez de vivienda, entre otros.

Por último, con los gobiernos de la última ola democratizadora, resulta claro que las recuperadas instituciones de gobierno local ya no pueden satisfacer las demandas de los habitantes de Buenos Aires. El caos administrativo y la corrupción llevan al colapso de la gestión de la ciudad y a una situación institucional insoportable. Finalmente, con la reforma constitucional de 1994 comienza a cerrarse un ciclo caracterizado por un movimiento pendular entre gobiernos populares poco inclinados a dotar de autonomía a la ciudad por razones de política doméstica, y autoridades de facto siempre dispuestas a clausurar automáticamente los órganos de gobierno representativo. Y si bien la autonomía de la ciudad de Buenos Aires surge antes por acuerdos entre elites políticas que por reclamos de la ciudadanía, es innegable que los efectos democratizadores de la llamada "tercera ola" tuvieron un efecto importante en el cambio del status institucional de la metrópoli.

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