2. Reconciliarse con la naturaleza. Y con la ciudad
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- Categoría: Numero 24
- Publicado el Jueves, 30 Septiembre 2004 21:00
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por Antonio Azuela
Reconciliarse con la naturaleza. Y con la ciudad
por Antonio Azuela
Instituto de Investigaciones Sociales
Desde hace mucho tiempo, la literatura se ha ocupado de la ciudad. En consecuencia, la crítica literaria ha analizado a esa literatura como expresión de una cultura urbana. Pero hoy las Jornadas Filológicas nos convocan a pensar algo diferente: ¿cómo vemos la naturaleza desde la cultura urbana? Parece una pregunta extravagante, porque cuando pensamos la naturaleza tendemos a imaginarnos algo que está más allá de la ciudad. La ciudad parece un estorbo que nos impide mirar a la naturaleza. Es más: ella parece la culpable de que nos alejemos cada vez más de la naturaleza. Y sin embargo, por más que nos esforzamos en saltar era enorme brecha que nos separa del mundo natural, la mirada que podemos posar sobre él está marcada por nuestra cultura urbana. Por eso la pregunta es pertinente.
Se trata, entonces, de reflexionar sobre la cultura ambiental de los habitantes de la ciudad, es decir sobre el conjunto de percepciones y prácticas sociales sobre el medio ambiente que podemos observar en nosotros mismos como habitantes del hiperurbanizado Valle de México. Y tendrán que perdonarme por no llamarlo "Cuenca de México", que parece ser más exacto, pero la expresión "Valle de México" sigue siendo mucho más fuerte y evocadora que cualquier tecnicismo hidrológico.
Pues bien, normalmente, usamos la frase "cultura ambiental" para referirnos, con una connotación valorativa, a una serie de actitudes que desearíamos que todo el mundo tuviese respecto de la naturaleza. Sin embargo, también parece legítimo hablar de la cultura ambiental del mismo modo en que hablamos de la cultura política o de la cultura gastronómica de una sociedad, sin tratar de juzgarlas sino simplemente de comprenderlas.
Desde esa perspectiva, conviene comenzar por reconocer que la cultura ambiental de las sociedades sujetas a procesos intensos de industrialización y, sobre todo, de urbanización, se han modificado de acuerdo con esos procesos. No hace falta evocar la vasta literatura que se ha ocupado de esos cambios culturales, desde la sociología hasta la crítica literaria. Baste con recordar el lugar central que ocupa la naturaleza en El campo y la ciudad de Raymond Williams. Lo que me interesa señalar es que la cultura ambiental que surge de las sociedades industrializadas no es, por más que quiera cierto ecologismo trasnochado, una simple y sencilla (y al mismo tiempo imposible) ‘vuelta a la naturaleza’, sino una nueva forma de vincularse con el mundo natural que reconoce la mediación de la vida urbana.
Una de las respuestas de las sociedades modernas ante los horrores que vivieron en las primeras ciudades industriales fue tratar de introducir la naturaleza a las áreas urbanas. No son otra cosa los parques que hoy disfrutan los habitantes de las grandes ciudades del mundo industrializado. Es siempre interesante recordar que, antes de la era moderna, las ciudades no tenían parques públicos con las pretensiones sanitarias a que aspiran los parques en la actualidad. Central Park, en Nueva York, es quizá el caso más claro de un intento de la clase dominante por convertir a la naturaleza en un elemento fundamental
de la vida urbana. Se trataba de crear un ambiente pastoral para que la gente pudiese huir de vez en cuando de los ruidos, los humos y las tentaciones de la ciudad. Para algunos, el proyecto respondía sobre todo a la necesidad de ‘pacificar’ a lo que se veía como "clases peligrosas", a partir de los movimientos revolucionarios de 1848 en varias ciudades europeas. En todo caso, cuando uno piensa en los precios del suelo que se sacrificó para crear un parque de más de 300 hectáreas en el corazón de Manhattan, tiene que reconocer que el significado de ese parque para la cultura de la clase dominante tenía que haber sido enorme.
Más allá de cualquier anécdota, lo cierto es que el urbanismo, que se consolida como disciplina académica y profesional en la segunda mitad del siglo diecinueve, colocó a la naturaleza en el centro del proyecto urbano de la modernidad. Reconciliar al habitante urbano con la naturaleza no ha dejado de ser una preocupación creciente no sólo del urbanismo sino de la cultura urbana.
Por otro lado, el movimiento de los parques nacionales es también una revalorización de la naturaleza a partir de las percepciones que van surgiendo en las sociedades urbanas. Desde Yellowstone, la idea de conservar los bosques para beneficio de todos no es algo que se les haya ocurrido a sus habitantes originales, quienes fueron muchas veces los primeros perjudicados por los proyectos de conservación, como lo saben muy bien los indígenas que tuvieron que ser desplazados para que sus tierras se convirtiesen en parques públicos. Es en el seno de las elites urbanas de donde ha surgido la idea de que el contacto con la naturaleza es edificante.
Lo anterior no significa que las sociedades modernas hayan tenido éxito en esos propósitos. Es evidente, por un lado, que por mucho que se quiera 'recrear' la naturaleza en un parque público, lo que resulta es una naturaleza confinada, controlada, domada. Pero una actitud razonable no hace de eso un motivo de lamentación, mientras se pueda disfrutar de los 'servicios ambientales' que presta un parque.
Es más, las tendencias modernas de la urbanización en las sociedades altamente industrializadas resultan a veces contrarias a la conservación del mundo natural. En el proceso de suburbanización, típico pero no exclusivo de los Estados Unidos de América, la gente termina viviendo rodeada de árboles, en casas distantes entre sí. Ese modelo urbano sería favorable al medio ambiente si la gente no tuviese que recorrer grandes distancias para ir al trabajo, con un altísimo consumo de combustible. Parte de la crítica al modo de vida suburbano se debe a que él contribuye de manera importante a que los estadunidenses sean responsables por la mayor proporción de gases efecto invernadero, causantes del cambio climático. Esto es un buen ejemplo de que vivir 'más cerca' de la naturaleza no necesariamente es bueno para la naturaleza. También ilustra que la resistencia a vivir en verdaderos espacios urbanos (espacios compactos, con intensidad de usos y de intercambios, que hagan posible un uso eficiente de la energía), la misma resistencia que lleva a algunos hacia la periferia, puede tener como referente cultural nada menos que el afán del contacto permanente con la naturaleza.
En suma, parques urbanos y parques nacionales son dos claros ejemplos del modo en que la emergencia de la moderna sociedad urbana genera una nueva cultura ambiental. Desde luego que la agenda ambiental incluye muchos otros temas (la eficiencia energética, el uso de recursos naturales por las ciudades, etcétera) pero ellas bastan para dar una idea del tipo de cambio cultural que podemos asociar a los procesos de urbanización.
Con esos antecedentes podemos volver a nuestra pregunta original: ¿Cómo es la cultura ambiental específica del Valle de México? Evidentemente, el tamaño y la complejidad de una aglomeración de casi veinte millones de personas hacen imposible la tarea de capturar la cultura ambiental en unas cuantas páginas. Aún así, trataré de señalar algunos de los rasgos dominantes de esa cultura.
Comencemos por constatar que hoy existe algo así como una 'nueva conciencia ecológica'. Y que conste que el entrecomillado revela mi propia inseguridad por la ambigüedad de la frase. La cantidad de denuncias populares que reciben las autoridades ambientales, así como la resonancia que a veces ellas tienen en los medios de comunicación son indicios suficientes para reconocer que existe una percepción cada vez más generalizada en torno a la necesidad de redefinir nuestras relaciones con el ambiente. Esta 'nueva conciencia' es sin duda el motor de cualquier cambio favorable, del que está ocurriendo y del que ocurrirá. Sin embargo, es preciso reconocer que tiende a reproducir una serie de percepciones y prejuicios que se han ido formando en las últimas décadas en el sentido común de aquellos habitantes de la ciudad de México que tratan de ver más allá de los intereses y las necesidades privadas. Para entender ese sentido común, conviene distinguir entre dos grupos de percepciones: las que tienen que ver con los parques urbanos, y las que se refieren a las áreas rurales que rodean a la aglomeración.
Por lo que se refiere a las percepciones dominantes sobre las áreas verdes dentro de la ciudad, es preciso reconocer que existe una gran distancia entre la experiencia del ciudadano y la formación de esos espacios. Los más antiguos (como Chapultepec o las Fuentes Brotantes) son visos como herencias de un pasado que a pesar de formar parte de la identidad de la ciudad, no tienen que ver con la experiencia real de los ciudadanos, precisamente porque vienen de un pasado muy remoto. Los más recientes, son producto de iniciativas burocráticas que, por más meritorias que sean, no han surgido de procesos de participación social como resultado de los cuales los ciudadanos puedan identificarse con sus espacios públicos.
Más aún, cuando vemos que la mayor parte de los nuevos espacios urbanos se ha dado fuera del derecho (que es por excelencia el lenguaje de lo público) es difícil reconocer su dimensión ambiental como un problema de todos. ¿Cómo vamos a sentir que tenemos algo que ver con espacios urbanos que han surgido al margen de todo proceso de deliberación pública, en los que ni siquiera la burocracia urbanística ha podido opinar?
Lo que ocurre en el amplísimo territorio de la urbanización irregular escapa, por definición, al escrutinio público. Desde principios de los años setenta, el cine y el periodismo comenzaron a dar cuenta del crecimiento de Ciudad Nezahualcóyotl como algo que ocurre más allá de todo control público; no como un proceso urbano sino como un proceso que amenaza a la ciudad misma. Películas como Quien resulte responsable de Gustavo Alatriste, o libros como La Metrópoli Mexicana y su Agonía, del periodista Arturo Sotomayor, ambos de 1973, revelan el horror de una clase media ante un proceso de urbanización que viene de fuera, en dos sentidos. Por un lado, en un sentido puramente territorial, parece que nos viene de la migración del campo - cosa que la sociología urbana desmintió muchas veces sin ser escuchada. Pero por otro lado, esa urbanización también viene de fuera en el sentido institucional que acabo de señalar. Esa doble marginalidad del crecimiento urbano popular creó en las buenas conciencias de los sectores medios un rechazo que pronto se articuló a la idea del desastre ambiental. En esa mentalidad que ha ido formándose desde hace unas tres décadas, la imagen que se asocia al deterioro ambiental es la de las colonias populares y el crecimiento urbano en general. La 'nueva conciencia' no puede sino responsabilizar a ese crecimiento del desastre ambiental.
Así, las necesidades y las escasas luchas de los sectores populares por mejorar sus condiciones ambientales, han resultado invisibles a la mirada ambiental de los sectores medios. El caso de San Miguel Teotongo, en la Delegación Iztapalapa, es en ese sentido ejemplar. La organización que los colonos crearon para defender sus intereses a fines de los años setentas, se propuso, entre otras cosas, impedir que los fraccionadores clandestinos que habían formado la colonia vendieran un gran predio que la comunidad veía como posible parque. La existencia de ese parque es, hoy en día, resultado de esta lucha, aunque es una experiencia prácticamente ignorada por los ONGs ambientalistas, casi todas ellas ubicadas al poniente de la Calzada de Tlalpan.
Tiene razón la naciente conciencia ambiental cuando lamenta la insuficiencia de espacios abiertos en la ciudad para crear parques públicos. En lo que dicha conciencia suele ser francamente irracional, es en la creencia de que no se justifica límite alguno al número de árboles en la ciudad: todos los árboles son buenos, según esta nueva mentalidad. Un ingenuo culto al árbol ha dado lugar a episodios tan penosos como el que movilizó al PVEM a impedir la construcción de la 'vuelta inglesa' en el crucero de Insurgentes y Río Churubusco. Esta ingeniosa solución de ingeniería de tránsito ha tenido un efecto ambiental importante al agilizar el tráfico, pero ella significaba el derribo de un árbol que los militantes defendieron heroicamente. Aún se puede ver el islote con el consabido altarcito para la Virgen de Guadalupe, que los autos tienen que rodear para la sobrevivencia de un árbol.
En todo caso, el rasgo cultural que trato de señalar es que el nuevo culto a lo verde es parte de un rechazo general al proceso de urbanización; a una incapacidad de reconocer lo que tendría que ser obvio: que los parques urbanos son parte de áreas urbanas, entre muchísimas otras razones, porque son bienes públicos que sólo pueden sostenerse con los excedentes económicos que generan las sociedades urbanas. La resistencia a aceptar ese punto de partida se aprecia claramente en la ingenua pretensión que ha dominado gran parte de la participación social en los procesos de planeación urbana de las últimas dos décadas. En el sentido común de las organizaciones emergentes de la sociedad civil de los ochenta y los noventa, resulta perfectamente natural demandar que se detenga el crecimiento de la ciudad, como si eso tuviese algún atisbo de llevarse a la práctica.
Las dificultades de la nueva conciencia ecológica para reconocer la urbanización como una condición ineludible, al menos en tiempos históricos, han hecho imposible acomodar las demandas ambientalistas en un contexto en el que podrían tener éxito.
El debate actual sobre el aeropuerto de la ciudad hace evidente lo que trato de señalar. En lugar de pensar cómo puede la ciudad mejorar su ambiente a través de la recuperación de más de setecientas hectáreas que dejaría libre el actual aeropuerto al ser abandonado, la mayor parte de las ONGs ambientalistas se han dedicado a construir el mito de la riqueza ecológica del ex - vaso de Texcoco. En el sentido común del chilango de hace cincuenta años, esas tierras eran la fuente de lo que hoy llamaríamos un grave problema ambiental: las tolvaneras. Hoy resulta que, de acuerdo con la nueva conciencia, parecería que estamos ante un tesoro ecológico que el aeropuerto destrozaría.
Hasta ahora, poca gente sabía del Plan Texcoco, que hace más de treinta años ha ido eliminando las tolvaneras mediante la siembra de pastos (que obviamente no existían cuando eso era un lago) y la creación de lagos artificiales. Pero gracias a la reciente campaña, todavía menos gente estará en condiciones de comprender que, con todo y Plan Texcoco, el área está lejos de tener un valor ecológico de importancia. El ecosistema original desapareció por completo hace muchos años y lo que hay ha sido tan artificialmente creado como el resto de la ciudad. Las aves se pueden atraer hacia lugares distantes a las pistas, al igual que el agua se puede conducir sin amenazar a la Ciudad, al menos eso dicen nuestros colegas expertos de la UNAM.
Como los biólogos nos han dicho, y probablemente Irene Pisanty nos confirmará en su presentación en estas Jornadas, en realidad son otros los tesoros ambientales que los habitantes urbanos deberíamos cuidar. Lo que me lleva a las percepciones dominantes respecto de las áreas circundantes a la ciudad.
De entrada, es preciso reconocer que no es fácil para esta inmensa comunidad urbana desarrollar percepciones ilustradas y sensatas sobre los alrededores de su ciudad. Y no sólo por su tamaño, que sería suficiente, sino porque su crecimiento de las últimas décadas se ha llevado precisamente la mayor parte de los referentes rurales con los que crecieron nuestros abuelos. Al perder esos espacios parece que nos hemos quedado sin nada. Nos hemos cansado de oír que en tal o cual río (hoy entubado) solían nadar cuando se iban a disfrutar del tiempo libre; o que iban a atrapar culebras donde hoy está un centro comercial. La imagen predominante de lo que serían los espacios naturales circundantes es siempre la imagen de un pérdida.
Y, a pesar de ello, seguimos usando algunos espacios. Desde La Marquesa hasta el Ajusco o las estribaciones del norte de la Sierra de las Cruces, son utilizados intensivamente por los habitantes de la ciudad como espacios de recreación - por no mencionar los servicios ambientales que la ciencia nos enseña que siguen prestando a la ciudad.
Pero en el uso que hacemos de esos espacios hay una pobre percepción de lo que está en juego. Ni siquiera tenemos una idea clara de quiénes son los dueños. Por razones que sería largo tratar de explicar aquí, acudimos a los bosques que circundan la ciudad como si fueran propiedad pública. Sus dueños (casi siempre ejidatarios y comuneros) nos dejan entrar, entre otras cosas, porque compramos las quesadillas con las que sus mujeres contribuyen al ingreso familiar. Lo cierto es que casi nunca está claro con qué derecho usamos como parque algo que tiene un dueño. Rara vez encontramos un letrero que nos señale quién nos está dando la bienvenida y bajo qué condiciones. Esta ambigüedad tiene sus costos. Los servicios ambientales que nos prestan los bosques son algo que la ciudad debería retribuir a sus dueños. Pero las relaciones entre la propiedad rural y la ciudad son algo que no alcanza a entrar en nuestros marcos institucionales, que como sabemos no son capaces de controlar la mayoría de los procesos de urbanización.
Los ecosistemas de la periferia de la aglomeración son distantes no sólo geográficamente, sino también institucionalmente. Es decir, al ciudadano consciente le cuenta trabajo acomodarse a las condiciones jurídicas mínimas que están detrás de todo arreglo sobre el patrimonio natural de la metrópolis. Lo cual se complica con el hecho de que estamos gobernados por dos entidades federativas (el Estado de México y el Distrito Federal) que no han podido, en estos tiempos de cambio político, crear los mecanismos de coordinación metropolitana que permitan al ciudadano distinguir con claridad dónde está la riqueza natural de la región y cómo puede protegerse.
Lo cierto es que la velocidad y las dimensiones del proceso de urbanización que hemos vivido en las últimas décadas hacen prácticamente imposible que florezca una cultura ambiental que además de sentimientos fuertes pueda esgrimir razones poderosas. Difícilmente podríamos reprochar a los habitantes de l ciudad de México que no tengan una cultura ambiental a la altura de las circunstancias, cuando la experiencia de vivir en el Valle de México ha sido tan arrasadora. Es comprensible que, cuando Octavio Paz fue invitado en 1989 a participar en un proyecto de recuperación de Mixcoac, su pueblo natal, haya reaccionado así:
"Todo es ya otro mundo irremediablemente ajeno. Mixcoac se ha vuelto una palabra que designa una realidad que no reconozco ni me reconoce".
Para superar esa actitud mortuoria, la nueva conciencia ambiental tendrá que dar un giro radical, que consiste simple y sencillamente en reconciliarse con la ciudad. Ella es la mediación necesaria entre el ciudadano preocupado y el entorno natural con el que quiere relacionarse de otra manera. Sólo aceptando el proceso de urbanización como el proceso histórico hoy dominante, podremos encuadrar el patrimonio natural de la región.
La idea romántica de la naturaleza como un mundo ajeno a la sociedad es hoy absolutamente inviable. Aunque nos duela, tenemos que aceptar la idea de una naturaleza administrada, en la que concurren muchos intereses y sentimientos. La complejidad social de esa concurrencia es lo que hace inevitable que la riqueza natural sólo se pueda conservar a través de mecanismos tan urbanos como son los del orden jurídico.
En fin, lo que he querido transmitir es la actitud con la que creo debemos emprender el análisis de la cultura ambiental en nuestra ciudad. Se trata de una actitud que combina la comprensión con la crítica. Por un lado, tenemos que ser comprensivos ante la reacción social frente a un proceso de unas dimensiones y una velocidad que quizá no tiene antecedentes en la historia humana. Después de lo que hemos vivido en el Valle de México en los últimos treinta o cuarenta años, es difícil ser exigentes con nuestras reacciones. Pero, al mismo tiempo, tenemos que ser críticos con la nueva cultura ambiental, porque sus buenas intenciones no bastan para contrarrestar su simpleza y su ingenuidad.
Noviembre de 2001.