Inscribir el espacio en la sociedad

  • Imprimir

 "A diez años de su muerte" (Revista Noticias UNGS nº 71)

Denis Merklen

Universidad Sorbonne Nouvelle

Paris 3

 

 

Corría 1986, yo vivía en Ciudad Evita y militaba en el Partido Intransigente. Ese verano nos sorprendió la ocupación de unos vastos terrenos entre Ciudad Evita y Laferrere. Miles de familias que no tenían dónde vivir decidían ocupar tierras libres en busca de un lugar en el mundo. Mis vecinos estaban furiosos, empezaron a organizar asambleas barriales en un club de fútbol para expulsar a los “intrusos”, y muchas noches formaban patrullas para evitar que los terrenos baldíos de “la Ciudad” (como llamaban a Ciudad Evita) fueran ocupados por “los negros”. Más o menos en esos términos, sin exagerar. Me sorprendía tanto como me indignaba en aquel enero. Esas mismas familias, muchas de las cuales habían recibido sus casas de manos de Eva Perón, acogían así a quienes no habían tenido la misma suerte que ellos. La vida resultaba menos generosa con las nuevas clases populares de lo que en los años 50 lo había sido con las entonces jóvenes clases de trabajadores peronistas.

Ese otoño descubrí un llamado a concurso de “becas de investigación” en la Facultad. Yo había cursado Sociología Urbana y decidí solicitar a Alberto Federico como director para investigar lo que pasaba en mi barrio. Aquel curso se organizaba alrededor de una larga reflexión sobre el espacio con un capítulo especialmente dedicado a los movimientos sociales urbanos. En La Matanza, los asentamientos luchaban por “la tierra”; en la universidad ese mismo objeto era pensado como “el espacio”. Alberto Federico y Federico Robert (su adjunto de entonces, y actual titular de esa cátedra en la UBA) fueron quienes abrieron ese espacio de pensamiento y me acompañaron larguísimos años tratando de encontrar el estatus teórico que la categoría espacio ocupaba en una formación social. Alberto era un pensador potente, rígido, que había construido una sólida reflexión convencido de que esa dimensión de la vida social, la del espacio, era al mismo tiempo objeto de poderosísimas luchas y una palanca para la organización de importantes políticas públicas. Uno de los principales roles que el Estado debía jugar en la naciente democracia era el de ocuparse de la organización del espacio, principalmente del espacio urbano.

La ciudad es muchas cosas a la vez. Puede ser espacio de sociabilidades, como pensó la Escuela de Chicago, y puede entonces considerársela como un medioambiente en el que se desarrollan aquí y allá distintas formas de vida social (ecología urbana). Pero en la infraestructura de la ciudad se encuentra el meollo de la producción del espacio, que es vivido como si fuera una naturaleza. Allí reside uno de los poderes mayores del capitalismo: produce una forma de lo social que se presenta a la experiencia como un hecho natural. Una transformación urbana requiere grandes cantidades de capital y de energía política. ¿Cómo no considerar entonces a la ciudad como un determinante más? Si la contradicción fundamental sigue siendo la que pone a los dueños del capital en un mundo esencialmente diferente de quienes están despojados de él, la producción del espacio y su control introducen una dimensión nueva de lo social en la que el Estado juega un papel irreemplazable: el capital no puede producir solo espacio urbano, y las clases populares, por poderosas que sean, tampoco. Entre los intereses y los modos de vida aparece ineluctablemente la cuestión de una racionalidad que no se reduce a los intereses de los agentes en pugna.

Más o menos en ese lugar me situaba Alberto Federico, que había participado con tantos otros de una colosal reflexión teórica, desde cercanos compañeros de ruta, como José Luis Coraggio, hasta lejanos interlocutores, como Henri Lefevbre o Manuel Castells; y cada vez que, intempestivo o apresurado, yo intentaba abrir otras preguntas, él me decía: “de acuerdo con la tangente, pero ¿y el espacio?”. Así llegué algunos años más tarde a la cuestión de la inscripción territorial de las clases populares, de la que aún no he salido. Alberto Federico y Federico Robert me abrieron aquella puerta y me sacudieron con fuerza cada vez que me distraía con las luces de la ciudad. Muchas veces encuentro en alguno de mis colegas cierta superficialidad en sus escritos, que veo casi alegres como un transeúnte que se pasea por la ciudad y describe, fenomenólogo, lo que va viendo. Por mi parte, recuerdo aquella pregunta por el espacio, que nos obliga a inscribir en el corazón de la historia y en el centro de las fuerzas sociales esa dimensión primordial de nuestra vida social.